COMO RECIBIR LA CORRECCIÓN FRATERNA
Juan Manuel MARTÍN-MORENO, S.J.
Pablo hizo una corrección
pública a Pedro, Jefe de la
Iglesia , que fue decisiva para la primera comunidad.
Para ratificar la valentía
de ese amor, a la Iglesia
le gusta presentarlos juntos. Son todo un ejemplo a la hora de hacer y recibir
la corrección fraterna.
Ante Pedro y Pablo hay que
quitarse el sombrero.
Hay sólo una cosa tan
difícil como el corregir, y es precisamente el ser corregido. A nadie le agrada
verse cogido en una falta o en un escorzo desfavorable. Nos gusta salir bien en
las fotografías, y si descubrimos una foto en la que hemos salido mal,
enseguida queremos destruirla. ¡Cuidamos tanto nuestra imagen!
Sin embargo, la palabra de
Dios nos estimula continuamente a desear que los hermanos nos corrijan. En los
libros sapienciales ésta es precisamente una de las señales más claras de la
sabiduría humana y la que distingue al sabio del necio. «El que ama la instrucción ama la ciencia, el que odia la reprensión
es un necio» (Prov. 12,1). «El que odia la
corrección perecerá» (Prov. 15,10). «Quien desatiende la corrección se
desprecia a sí mismo» (Prov. 15,32).
Todos comprendemos bien en
el ámbito racional la necesidad de ser corregidos. ¿A quién no le gustaría que
le avisasen si lleva desabrochado el pantalón, o si se ha puesto los calcetines
de distinto color? Sin embargo, esto que vemos tan claro en los demás se
oscurece cuando se meten por medio nuestras inseguridades, nuestros complejos y
sentimientos negativos.
Cualquier crítica, por
mínima que sea, la percibimos como un ataque, una condenación global de nuestra
persona. Sólo los hombres muy maduros saben enfrentarse a la crítica de una
manera objetiva, sin permitir que se mezclen los sentimientos de ese niño
herido e inseguro que llevamos dentro.
La sociedad consumista en
la que vivimos nos acostumbra a pensar que cualquier artículo deteriorado ya no
sirve para nada. El instinto consumista me hace temer que cualquier defecto que
encuentre en mí mismo me hace rechazable para los demás. Por eso no quiero
reconocer mis defectos.
La persona madura, en vez
de esta mirada consumista, tiene la mirada del arqueólogo. Cuando un arqueólogo
encuentra en sus excavaciones un ánfora griega, no le importa que esté
desportillado o que le falte el asa. Sabe apreciar plenamente su valor: los
defectos de la pieza hallada no le impiden reconocer su belleza. A la Venus de Milo le faltan nada
menos que los brazos y sigue siendo la escultura más preciada de todo el museo
del Louvre.
Si tuviésemos la mirada del
arqueólogo en lugar de la mirada consumista, estaríamos mejor dispuestos a
reconocer nuestros defectos. No consideraríamos una amenaza la crítica que nos
dirigen las personas que nos aman y nos valoran y además quieren ayudarnos.
Estaríamos más dispuestos a reconocer nuestras limitaciones si estuviésemos
seguros del amor de los demás, y de su aprecio fiel y permanente.
Aceptamos la crítica sólo
de aquellos por quienes nos sentimos muy amados. La mayoría de las personas
viven a la defensiva, embrollados en sus propios autoengaños, con una imagen
equivocada sobre el propio yo. Nos da miedo la verdad.
Derribar nuestras defensas,
abrirnos a la luz, descubrir la verdad sobre uno mismo es el camino de la
madurez y de la verdadera libertad. Sólo «es la verdad la que nos hace libres»
(Jn 8,32).
Un personaje
que aparece continuamente en la
Biblia es el «necio». Frente a la sabiduría se alza la
necedad de los hombres. Esta necedad se atribuye muchas veces a la arrogancia.
Para mí en el fondo de la arrogancia y de la vanidad no hay más que
inseguridad. Los que están seguros de sí mismos no tienen miedo de reconocer
sus defectos y evaluarse a sí mismos objetivamente. Son sólo los inseguros, los
que no conocen sus verdaderos valores, los que viven mentiras sistemáticas y
pretenden ser lo que no son. Quien conoce sus propios valores no necesita que
los demás se los reconozcan: no va por ahí mendigando elogios, ni le importan
las críticas. En el fondo de toda persona vanidosa hay un pobre niño inseguro
que suplica caricias, palabras de reconocimiento, masajes cardíacos.
Por eso les da miedo cuando
se les enfrenta con sus defectos. Piensan que es el comienzo del fin. Y sacan a
relucir todos sus mecanismos de defensa y su agresividad hacia afuera, que es
la violencia, y su agresividad hacia dentro, que es la depresión. El «necio» odia la reprensión, desatiende la instrucción.
«No reprendas al arrogante porque te aborrecerá. Reprende al sabio y te amará»
(Prov. 9,8).
En cambio, el sabio valora
la reprensión cuando se le hace con amor. «Anillo
de oro o collar de oro fino la reprensión sabia en un oído atento» (Prov.
25,12). Agradecemos profundamente la ayuda de las personas que nos
quieren ayudar a ser mejores.
Los textos del Nuevo
Testamento nos animan a valorar a los dirigentes que amonestan a la comunidad y
a valorar lo ingrato de su tarea. "Tened en consideración a los que
trabajan entre vosotros, os presiden en el Señor y os amonestan. Tenedles en la
mayor estima por su labor» (1 Tes 5, I). La carta a los Hebreos añade con una
cierta ironía: "Someteos a vuestros dirigentes para que lo hagan con
alegría y no lamentándose, cosa que no os traería ventaja alguna» (Heb 13,17).
Bastante le cuesta al otro pobre corregirte; no se lo pongas demasiado difícil.
Si una vez he llevado mal
la corrección, probablemente ya no se atreverán a corregirme más y me tratarán
siempre entre gasas y algodones. En realidad me debería preocupar cuando pasa
el tiempo y nadie me avisa de ningún defecto. Eso sí que es un mal síntoma que
debería alarmarme. <Pasan de mí», «no se interesa nadie por mi persona», «no
tienen confianza conmigo», "me creen demasiado sensible y tienen miedo de
herirme», "me ven incorregible»; estas y otras consideraciones parecidas
son las que deberían preocuparnos cuando en una comunidad cristiana nadie nos
ayuda a luchar contra nuestros defectos.
Viniendo ya al concreto de
cómo hemos de recibir la corrección fraterna, nos ayudarán estas pequeñas
recetas prácticas:
1. Escucha. Trata de
entender lo que te dicen. No te pongas a la defensiva. No prepares tu defensa
mientras el otro habla; escucha atentamente y trata de entender lo que te dice.
No le interrumpas y déjale hablar hasta el final. Pregúntale si tiene algo más
que decirte. "Sin haber escuchado no respondas, ni interrumpas en medio
del discurso» (Eclo 11,8). "Si uno responde antes de escuchar, eso es para
él necedad y confusión» (Prov. 18,13).
2. Agradece. Aun cuando no
estés de acuerdo con lo que te ha dicho, dale las gracias. Agradece que se haya
interesado por ti, que se haya tomado su tiempo para hablarte, que se haya
pasado el sofocón de decir algo desagradable, que haya tenido confianza
contigo, que te haya dicho las cosas a la cara en lugar de ir hablando a tus
espaldas, que te juzgue una persona madura, capaz de aceptar la corrección, de
cambiar y de enmendarse.
3. Pregunta. Si en un
principio no estás de acuerdo con los hechos que te atribuyen o con la
valoración que se hace de ellos, pregunta cuál es la evidencia sobre la que
basan sus críticas. Pero no exijas que te den el nombre de las personas que
hayan podido informar. El no debe decírtelo en ningún caso y tú no debes
sonsacarle. Lo importante son los hechos y no la fuente de información.
4. Duda. Quizás tu primera
reacción sea pensar que no tienen razón. El hombre humilde y prudente es
consciente de la posibilidad de equivocarse, de sus autoengaños y
racionalizaciones. El Apóstol nos anima a «considerar a los demás como
superiores» (Flp. 2,3). Por eso, valora el juicio del hermano más que el tuyo
propio y dale el beneficio de la duda.
Quizás tu primera reacción
sea defensiva. «Es humano defendernos. Todos defendemos nuestro yo en grados
diversos. Es casi tan automático como la acción refleja que cierra el párpado
cuando algún objeto extraño se introduce en el ojo. Así, cuando nuestro yo es
atacado por la crítica, nuestra reacción automática es buscar alguna manera de
proteger ese yo íntimo»
5. Analiza. Después de
dudar e intentar ver las razones del otro, quizás te siga pareciendo que el
reproche no está justificado, que el otro está mal informado o no ha hecho una
valoración correcta de los hechos o de tus intenciones.
No por eso debes reaccionar
con agresividad. Trata de preguntarte las razones que ha podido tener el que te
corrige.
Quizás te puede ayudar el
consultar a una tercera persona imparcial que conozca bien la situación. Pero
si estás verdaderamente tranquilo de que no has merecido ese reproche, quédate
tranquilo.
6. Espera. Después de
recibir la crítica negativa o la corrección fraterna, tómate todo el tiempo que
necesites antes de decidir cuál va a ser tu reacción,
7. Ora. Pídele al Señor que
te ilumine, invoca al Espíritu Santo. Abre tu corazón a esa luz que disipe tus
tinieblas y te dé lucidez para conocer todos tus engaños y racionalizaciones.
Pídele fortaleza en caso de que tengas que contradecir a la persona que te ha
corregido mostrando que se equivoca. Pídele mansedumbre y humildad para evitar
cualquier tipo de resentimiento.
8. Sé amable. Evita
cualquier tipo de reacción airada de gestos o muecas de disgusto. No te salgas
por la tangente con argumentos «ad hominem» diciendo cosas como: "Pues tú
más» o "Si yo me pusiese a decirte a ti todo lo que haces mal... ». No
pases al contraataque.
Quizás tú también tengas
que ayudarle al otro a corregirse de sus defectos, pero ahora no es el momento.
No desvíes tampoco la conversación hacia terceras personas diciendo: "Eso
lo lacen todos, ¿por qué me lo dices sólo a mí?» 0 «Fulanito lo hace también y
a él nunca le dices nada». No estamos hablando ahora de Fulanito, sino de ti.
El mal de muchos es sólo consuelo de tontos. Es tu conducta la que tienes que
examinar ahora y no la de los demás.
Por otra parte, aun cuando
la corrección haya sido injusta, acógela con amabilidad. Si te molestas, la
otra persona cogerá miedo y quizás ya no te avisará en otras ocasiones en que
lo necesites de verdad. Si esta vez te han juzgado mal, vaya por todas las
veces en que has actuado mal y no te han dicho nada o no se han enterado. Lo
uno por lo otro.
Hay algunos también que se
ponen muy agresivos cuando les señalan defectos que ellos mismos reconocen.
Notaba ya san Gregorio cómo hay personas que confiesan sus faltas de buena
gana, pero cuando otro se las reprende, entonces se molestan, se defienden y se
excusan.
(Nuevo Pentecostés, n.
Resumido del libro: "Así como nosotros perdonamos" Ediciones
Paulinas)
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