LAS BIENAVENTURANZAS
P. Vicente Borragán, O.P.
Deseamos hablar sobre las
Bienaventuranzas. Desde niños las hemos oído proclamar. Pero, ¿qué evocan esas
palabras en nosotros? ¿Un cierto disgusto? ¿Una denuncia de nuestras
aspiraciones más secretas, de nuestros deseos más inconfesados? Lo cierto es
que estas palabras de Jesús han influido en la historia humana más que todas
las pronunciadas por los hijos de los hombres
Escribir hoy de las
bienaventuranzas puede parecer una osadía. En un mundo de ricos, de
satisfechos, de guerras y horrores, de injusticias y violencias... hablar de
pobreza, de mansedumbre, de misericordia, de paz, parece una apuesta por una
causa perdida.
Bienaventurados:
Un buen día, allá por el
año 28 de nuestra era, Jesús iba seguido por una gran multitud. Subió a un
monte y comenzó a enseñar. Sus labios destilaron palabras de vida y de
felicidad: "Bienaventurados los pobres, los
mansos, los que lloran, los que tienen hambre y sed, los misericordiosos, los
limpios de corazón, los que trabajan por la paz, los perseguidos por causa de
la justicia... de ellos es el reino de Dios, verán a Dios, serán los hijos de
Dios". Desde aquel humilde cerro Jesús abrió ante nuestros ojos un
reino sin fin ni confín y escribió "en nuestros corazones el canto del
hombre nuevo".
Con ellas marcaba a los
ciudadanos del reino de los cielos, invirtiendo de un modo paradójico todas las
categorías y todos los valores de los hombres. Ninguna evaluación de la vida ha
sido tan provocadora como la suya. Aquellos a quienes el mundo tiene por
felices y dichosos, aquellos a quienes envidia, admira, imita, es decir, los
ricos, los satisfechos, los que ríen, los violentos, los poderosos, no formarán
parte del reino de los cielos a menos que sean rehechos por obra y gracia de la
misericordia de Dios.
Así comenzó el evangelio.
Con palabras de felicidad. Ese fue su punto de partida.
2. Las bienaventuranzas
Al tomar contacto con las
bienaventuranzas nos encontramos con una doble sorpresa. La primera se refiere
al número de bienaventuranzas pronunciadas por Jesús, la segunda en cuanto a su
redacción y vocabulario. La diferencia más sensible entre los evangelistas está
en el número: San Mateo contiene nueve bienaventuranzas (Mt 5,3-12), San Lucas
sólo cuatro (Lc 6,20.23). Pero más notable todavía es la diferencia en el
contenido. Lucas contempla situaciones realmente penosas en aquellos a quienes
se dirigen estas palabras: habla de los pobres, de los que tienen hambre ahora,
de los que lloran ahora, de los que son perseguidos. Mateo, por el contrario,
contempla actitudes del alma cristiana, disposiciones del espíritu: habla de
los pobres de espíritu, de los que tienen hambre y sed de justicia, de los
perseguidos a causa de la justicia, de los misericordiosos etc. Una crítica
literaria sencilla y sana puede mostrar con claridad que el tenor original de
las bienaventuranzas, tal como salieron de los labios de Jesús, no debía
contener los términos de espíritu, de justicia, por la justicia... San Mateo
actualizó y explicitó el sentido de las palabras de Jesús, las adaptó a sus
lectores. Tomó de otros contextos palabras de Jesús e hizo ese precioso
complejo de bienaventuranzas, que han llegado hasta nosotros como una
bendición.
Es el texto de San Mateo el
que va a servir de base para este comentario a las bienaventuranzas.
.1. Las
"bienaventuranzas": una forma de felicitación.
Comenzar una frase o
sentencia con la palabra feliz, bienaventurado (en griego makarios, en hebreo
asré) es bien conocido desde la antigüedad. En el Antiguo
Testamento, asré aparece 45 veces, de las cuales 26 en el libro de los Salmos.
Dios nunca es llamado bienaventurado; es él, por el
contrario, el que da la felicidad, el que la comparte con los hombres.
Los salmos cantan la dicha del hombre que acoge a Dios, que pone en él su
confianza, que camina en su presencia, cuyo pecado ha sido perdonado. En el
Nuevo Testamento, makarios aparece también con frecuencia. Además de las nueve
bienaventuranzas de Mateo, el evangelio atribuye a Jesús otras 20 bienaventuranzas
mas: "Bienaventurado eres, Simón, hijo de
Jonás, porque no te ha revelado esto ni la carne ni la sangre, sino mi Padre
que está en los cielos" (Mt 16,17); "Dichosos, más bien, los que oyen
la palabra de Dios y la guardan" (Lc 11,28); "Feliz la que ha
creído" (Lc 1,45) etc. Existen, además, otras 11 bienaventuranzas en el
Nuevo Testamento, 7 de las cuales en el libro del Apocalipsis.
La bienaventuranza es una
forma de felicitación. No se trata de un simple deseo, ni siquiera de una
promesa para el futuro. Aquél que es llamado bienaventurado lo es ya desde el
momento en que se le felicita. Puede ser que no sea consciente de su felicidad,
puede ser que nunca llegue a serlo plenamente, pero él ya es feliz.
Las bienaventuranzas son un
resumen del evangelio, de la buena noticia traída por Jesús. Son, ante todo y
por encima de todo, un anuncio de felicidad. ¿Felices los pobres, los
hambrientos, los que lloran, los que tienen hambre, los misericordiosos? ¿Somos
felices nosotros? Las bienaventuranzas nos obligan
a plantearnos el problema de la felicidad. Jesús quiso que sus discípulos
fuesen felices. Si no lo somos debemos preguntamos por qué no lo somos. Tendremos
que revisar nuestro concepto de felicidad.
4. El hombre, un buscador
de la felicidad.
Si en algo hemos coincidido
los hombres de todos los tiempos ha sido en la búsqueda de la felicidad. La
hemos rastreado por doquier. La mayoría de los hombres viven una vida gris, sin
apenas un momento de resplandor. Pasan por la vida como una sombra, viven como pobres
en un país de abundancia. Otros brillan unos instantes, la historia los
recuerda, sus nombres aparecen en las plazas públicas. Pero su gloria la dejan
aquí y, al final, su destino es igual que el de los humildes y desamparados.
Probablemente, todos los hombres hemos sido inquietados por los mismos
interrogantes: " ¿Quién soy yo? ¿De dónde
vengo y a dónde voy? ¿Qué papel juego en el drama de la vida? ¿Termina todo con
la muerte? ¿Soy un ser libre que pude escoger mi destino o una marioneta en
manos de un ciego destino?" Cada uno sabe qué ansias o tristezas,
qué esperanzas o desilusiones, qué estremecimiento o angustia suscita la
respuesta que dé a cada uno de esos interrogantes.
Los hombres están buscando
con pasión lo que puede ayudarles a resolver sus problemas. Pero después de
tantos siglos de historia, sólo una cosa se impone con claridad: que el hombre
no es feliz. La humanidad ha sido un campo de pruebas donde todo ha sido
experimentado: las religiones, la filosofía, las ciencias, las artes, el poder,
la riqueza, la sexualidad, el pasarla bien, el éxito, la fuerza. Pero, después
de todos los ensayos, el hombre ha comprobado, con dolor, que cada día es más
pobre y más débil, que su corazón no ha cambiado; que ni la fuerza ni la
técnica pueden darle la felicidad que ansía. La felicidad que busca no está en
nada de lo que él investiga o somete a prueba. Nada colma su sed y su ansia.
Nada le llena. Ni la persona que más ama, ni el sueño que más ambiciona. Nada
llega a la infinita profundidad de su espíritu. Y el corazón del hombre sigue
inquieto y desasosegado, porque en ningún bien creado ha encontrado su reposo y
su contento.
El fracaso de las
ideologías para hacer feliz al hombre ha sido estrepitoso. El ser humano está
como desgarrado en su interior, sin saber ya hacia donde dirigirse. La brújula
de su felicidad está desquiciada, girando locamente. Necesita roturar nuevas
sendas. ¿Es la felicidad una meta inalcanzable? Pero el hombre presiente que no
ha podido ser embarcado en un viaje sin destino y que la naturaleza no ha
podido inventar un deseo tan profundo y tan perseverante. Estamos programados
para la felicidad. Aristóteles escribió que el hombre no puede vivir largo
tiempo sin alegría. Entre la vida y la alegría existe una relación necesaria:
"Enseñar que la única obligación en el mundo es la alegría" (Paul
Claudel) . Nuestro corazón está cansado. Nos encontramos secos. "No veo
nada, no sé nada. La fuente de la vida se ha congelado. Mi vida está rota. No
hay ninguna mano que me ayude, ninguna palabra que me aliente, ninguna causa
que me sostenga". Pero desde la oscuridad en que vivimos, desde lo que
alguien ha llamado "el llanto de la criatura", nosotros podemos
volver los ojos a Dios y esperar de él la felicidad que ansiamos. El
cristianismo es una vocación a la dicha.
5. Una felicidad
garantizada por Jesús
Los bienaventurados a
quienes se dirige Jesús lo son porque tienen un futuro maravilloso ante ellos.
Por eso ya desde ahora son felices. Es una felicidad todavía velada, pero ya
anticipada por lo que un día llegará, por lo que ya está llegando a ellos: el
reino de Dios, el amor del Señor, la filiación divina. Esa es la esperanza que
hace saltar de dicha desde ahora y que transforma la vida entera.
Y son felices, en
definitiva, porque la felicidad prometida está anclada en un hecho fundamental
y, sobre todo, en la persona que pronunció aquellas palabras y se presentó ante
el mundo como garante de ellas. ¿Quién ese hombre que se atrevió a decirnos
dónde está la clave de la felicidad? Un día, Jesús caminaba con sus discípulos
por los alrededores de la ciudad de Cesarea de Felipe, y, de pronto, les
preguntó: " ¿Quién dice la gente que es el Hijo del hombre? ¿Quién dice la
gente que soy yo?" Y los discípulos recogieron el parecer popular en torno
a Jesús: Unos, respondieron, piensan que eres Elías, otros que Jeremías, otros
que alguno de los profetas antiguos". Pero a Jesús no le importaba
demasiado lo que corría de boca en boca. Y dirigiéndose a sus discípulos les
preguntó: "y vosotros, ¿quién decís que soy
yo? ¿Quién soy yo para vosotros? ¿Qué pensáis de mí?" Y Pedro respondió con estas palabras, que yo
parafraseo con entera libertad: Tú, tú no eres lo que pareces. Tú no eres un
carpintero, ni un profeta, ni el más grande de los profetas. Tú eres el Ungido
de Dios, el Mesías esperado, el ansia de las naciones, la Palabra eterna salida de
la boca del Padre y hecha hombre por nosotros, el Hijo del Dios vivo. y el
hecho de que tu estés aquí lo cambia todo. Esto quiere decir que todas
las esperanzas se han cumplido y que todas las promesas se han realizado. Tú
estás aquí y la vida humana ha cambiado por completo de sentido. Sólo tú tienes palabras de vida eterna. Tú eres el pan para
nuestra hambre y el agua que refresca nuestros labios resecos. ¿A quién vamos a
ir, sino a ti?" La felicidad que prometen las bienaventuranzas es
ya una realidad. En Jesús y en su palabra encuentra una garantía total. Jesús
sabía de qué hablaba.
6. Los ciudadanos del reino
Los ciudadanos del reino
están marcados: son los pobres, los encorvados, los que viven en una total
dependencia frente a los planes y a la voluntad de Dios; los mansos, los que
dejan sitio para todos, los que han abierto su corazón al anhelo del reino, los
que no luchan contra nadie, los que no oprimen ni explotan, los que no gritan
acaloradamente ni pretenden a toda costa la consecución de sus derechos, los
que cooperan en la acción de Dios que actúa mansamente, creando, regenerando y
no destruyendo; los afligidos, los doloridos, los que lloran el mal que existe
en la tierra, los que lloran la lejanía del Esposo, el olvido de Dios, los que
se afligen por todo aquello que impide la realización del reino de Dios; los
hambrientos y sedientos, los que carecen del pan que llevarse a la boca, los
que tienen hambre y sed de cumplir la voluntad de Dios, los que jadean tras de
ella, los que buscan, por encima de todo, ese reino anunciado por Jesús; los
misericordiosos, los que saben perdonar, los de corazón compasivo, los que
tienen entrañas de misericordia, los que saben estar al lado de los necesitados
y sufrir y padecer con ellos; los limpios de corazón, los que son transparentes
en sus relaciones con Dios, los que tienen el corazón bien orientado; los que
trabajan por la paz, reconcilian a los contendientes, "hacen la guerra a
la guerra", los que apagan el odio y unen lo que está separado; los
perseguidos a causa de la justicia, los que sufren a causa del evangelio, los
que sufren por su fidelidad al Señor. Esos son los destinatarios del reino
anunciado por Jesús. Ellos son felices y dichosos. Lo son ya desde ahora, lo
serán plenamente después: Dios es su rey y les dará el cielo y la tierra en
herencia, él secará las lágrimas de sus ojos, él los consolará, él los saciará,
él tendrá compasión de ellos, ellos le verán cara a cara por toda la eternidad,
ellos serán sus hijos queridos, sus herederos. Su recomensa será infinita, por
toda la eternidad.
Así, las
bienaventuranzas responden a las preguntas más hondas del vivir humano: pobreza
o riqueza, risa o llanto, hambre o hartura, dulzura o violencia, misericordia o
dureza, limpieza o suciedad, paz o guerra, ansia de felicidad. Nos dicen cuáles
son los valores que cuentan en definitiva. En ellas se perfila un tipo de
hombre nuevo, que se reconoce como criatura frente al Creador, que se entrega y
se abre a los hombres y se compadece de ellos. En las bienaventuranzas aparece
como en filigrana la figura de Jesús. Aquellos a quienes Jesús proclamó
bienaventurados son realmente los que han seguido sus pasos, han escuchado la invitación
a entrar en el reino, es decir, los que se han aventurado-bien.
Nos toca a nosotros, de
nosotros depende el que las palabras de Dios no se pierdan; depende de
nosotros, de nosotros que sólo pasamos en la tierra unos años de nada; depende de
nosotros el asegurar a estas palabras una segunda eternidad", eterna
(Péguy). .
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