Recordemos qué es la Renovación
Carismática Católica según el Cardenal Suenens.
En el
boletín nº 9 de la RCeE, el pasado mes de Marzo, incluíamos un extracto
del Capítulo V del Libro: "¿Un nuevo Pentecostés?" escrito por el
Cardenal Suenens.
En
esta, también reproducimos una parte del mismo Libro. Se ha escogido una parte
del Capítulo VI; (concretamente el Apartado III).
Con
esta lectura, vamos a seguir profundizando en el conocimiento de "esta
corriente de gracia" que es la Renovación.
Que
el Espíritu Santo nos acompañe en esta lectura y nos haga experimentar su
presencia. (Licerio Osuna)
III) Significación y alcance
de una experiencia.
Reconocer
a un árbol por sus frutos es sin duda un "test" valioso cuando se
trata de las obras del Espíritu; no podemos sino alegrarnos ante las múltiples
manifestaciones de Espíritu que responden a tal criterio.
Si he hablado de la renovación como de una privilegiada
manifestación del Espíritu en la hora actual, no he querido decir que se trate
de una exclusiva manifestación que supla a todas las demás. Si fuera así
estaríamos caricaturizando mi pensamiento. Pero creo con toda el alma que nos
encontramos en presencia de una gracia de elección para la Iglesia, si es que
acertamos en captarla, marcar su ruta desde el interior y preservarla de los
falsos modos que no cesará de suscitar en ella el Maligno, consiguiendo en
cambio que penetre ella como por una especie de ósmosis en nuestro propio
comportamiento tanto personal como colectivo.
1.
El cristiano «normal»
Todo
movimiento del Espíritu nos invita a interrogarnos a nosotros mismos, como por
un contragolpe, sobre nuestra propia correspondencia a la gracia y sobre
nuestra propia identidad cristiana.
Ahora
bien, lo que más me maravilla en esta experiencia que estoy analizando, es que
ella, me fuerza a releer, con nueva atención, los textos de San Pablo y de los
Hechos de los Apóstoles, que sin embargo yo creía ya antes conocer. Viendo bruscamente como surgen las manifestaciones del
Espíritu, semejantes a aquellas de que nos habla el Nuevo Testamento me veo
obligado a plantearme la cuestión de si los cristianos de la primitiva Iglesia
lo eran de excepción, de un tipo fuera de serie, o si somos nosotros los
cristianos debilitados «por debajo de lo normal». Me veo obligado a interrogarme
sobre las normas de la fidelidad cristiana y sobre mi adhesión a Cristo. En
verdad ¿yo creo firmemente cuando repito las palabras de San Pablo que dicen:
«¡No soy yo sino Cristo el que vive en mí!»? (Ga1., 2,20). Y ¿quién se atreve a
decir las mismas palabras como aplicables a todo cristiano que dice estar
haciendo aquí en la tierra lo que el Señor hizo por sí mismo? Las que él hizo e
incluso mayores... (Cfr. Juan, 14, 12).
Tal
interrogación me obliga a arrojar una mirada de frente a lo que el cristianismo
posee de más antiguo, de más fundamental: la adhesión a la vida de Cristo en el
Espíritu Santo. Con todas sus consecuencias invisibles... y visibles. Bien sea
que el «test», por excelencia, de nuestra fidelidad cristiana es la caridad,
pero ello no excluye otros signos de la presencia del Señor, los que él nos dio
explícitamente y lo que vino como a estallar desde el día siguiente de
Pentecostés (Marc., 16, 17-18).
Contemplando
e intentando revivir aquellas formas del cristianismo primitivo, me veo
obligado a encararme conmigo mismo, como ante un espejo. Y a medir el vigor y
la amplitud de mi fe de cristiano del siglo veinte comparándola con la del
cristiano del primer siglo.
2.
La santidad "ordinaria,".
Para
mí lo que más me extraña todavía es ver de pronto cómo el Espíritu se
manifiesta y penetra en cristianos de toda condición. Estos estudiantes de
Pittisburgh y de Ann Arbor, como los de otras partes, representan al cristiano
ordinario. Ellos no son ni eremitas ni están especializados en caminos de alta
santidad: son fieles de filas. Y me traen a la memoria una palabra del Maestro,
cuando dio gracias a, su Padre: «por haber ocultado esto a los sabios y
entendidos y haberlo revelado a los pequeñuelos» (Luc., 10, 21).
Se trata de abrirse al Espíritu y sus dones, pero no solamente
en los cristianos que profesan tender a la santidad, sino en todos los que
simplemente aspiran a vivir su fe, desde donde se encuentran. ¿Quién se habría
ayer atrevido a sostener que estos dones, tales como el de profecía., el de
interpretación, el de curación, los milagros podrían también venir sobre los
cristianos que sólo viven su fe ordinariamente? Hasta
ahora hemos considerado a tales dones como monopolio de los santos o de los
fieles... en vías de canonización. Esto bien merece que reflexionemos.
Nos es menester revisar nuestra enseñanza respecto al tema, lo cual lleva bien
lejos. Por mi parte me impresiona el hecho de que el Vaticano II haya podido
consagrar el capítulo V de «Lumen gentium» a recordar con insistencia la
vocación a la santidad de todos los cristianos y que el Espíritu Santo aparezca
en cuanto a esta obra entre nosotros situado en el centro. Recuérdese cómo en
los tratados espirituales de antaño se tenía gran cuidado en jerarquizar la
santidad según la sabia graduación que establecía los "estados de
perfección". La pirámide situaba a los laicos en la base y a los monjes
contemplativos en la cumbre. El canonista ponía incluso en la cabeza de la
clasificación a los canónigos regulares de Letrán. El Vaticano II ha insistido
con vigor acerca de la santidad como vocación común del cristiano. Esta
democratización de la santidad no ha llamado tanto la atención como otras
reformas «democráticas»; pero la llamada del concilio permanece, y no puedo por
menos de alegrarme ante las respuestas que el Espíritu Santo no deja de
suscitar, según la variedad de vocaciones y en las latitudes más diversas.
3. Las prometidas manifestaciones, del Espíritu.
Una
vez que se ha aceptado que Cristo vive y opera en cada cristiano es normal
creer también que el Señor continúa manifestándose entre nosotros. «Si vosotros
no me creéis, decía Jesús a los que, le escuchaban, por lo menos creed en mis
obras» (Cfr. Juan, 19, 38).
Estas obras eran los signos y prodigios, la curación de los
enfermos, el combate victorioso contra las potencias del mal, la profecía, la
interpretación de las Escrituras, aquellas palabras únicas de Quien enseñaba
con autoridad y hablaba como nunca había hablado hombre alguno. Todo aquello
que demostraba los poderes de Dios en Jesús es normal que se encuentre también
entre sus discípulos. No hay solución de continuidad entre el Maestro que
curaba al paralítico y Pedro y Juan que dijeron al otro paralítico de la Puerta
Hermosa: «en el nombre de Jesucristo Nazareno, levántate (Hechos, 3,6)
Estamos ante el mismo Señor, el mismo Espíritu.
No
es, pues asombroso desde luego que una renovación del Espíritu dé lugar a que
florezcan las manifestaciones carismáticas.
Lo que nos diferencia, con desventaja nuestra, de la fe de los
primeros cristianos se manifiesta en la medida de nuestra apertura, de nuestro
saber acoger las riquezas del Espíritu.
Un
teólogo bien entendido en la renovación carismática, el Padre ,Kilian McDonnell
O. S. B. ha comparado el conjunto de los dones, el «dispositivo
carismático>) a un espectro que va de la A a la
Z , siempre que se entienda que la analogía tiene un valor muy
relativo. y que con ello no se cataloga la acción dinámica multiforme e
imprevisible. de Dios. En esta línea distingamos dos zonas:. la de A a P, y la
de P a Z; el dicho autor sitúa el espacio de. A a P como propio de los dones
ordinarios, y el de P a Z como el de los dones extraordinarios. Los cristianos,
nos asegura él, se encuentran más o menos familiarizados con la sección que va de
A a P y creen que los dones que van de. P a Z no pertenecen a la vía normal del
cristiano. Tal espacio según ellos corresponde a una clase reservada a algunos
santos, o seres excepcionales. Se reconoce también que en la Iglesia primitiva se daban
en profusión a plano de la vida ordinaria de los cristianos los carismas de A a
Z, pero que después hay que esperar mucho para volver a encontrar los y bien
aparentes entre los cristianos del siglo veinte. La enseñanza ordinaria no
supone otra cosa y no se remite nunca a nada que desdiga a éste como lícito
postulado.
Otra comparación podría iluminar.
Comparemos
el conjunto de los carismas espirituales a órganos de tubos diversos y
poderosos. Tales órganos son instrumentos del Espíritu, es él quien sopla, él
el artista. Los tubos vibran bajo sus dedos; la liturgia le lleva la mano,
mejor dicho la mano es la del Padre. Para poder dar lugar a todas las
sonoridades musicales, es preciso, que todo el teclado reaccione ante los dedos
del artista. Si algunas teclas no funcionan, algo anormal hay que examinar. Si la Iglesia en su conjunto no
ofrece al Espíritu los debidos sonidos no es debido al Espíritu, sino porque no
nos atrevemos a creer que tales teclas podrían muy bien vibrar bajo la mano del
artista si ellas estuviesen en plena docilidad, dispuestas a ser manejadas.
Lo
que nos falta es una percepción de nuestra identidad cristiana exacta y
precisa: no osamos creer, con una fe expectante, que toda la variedad de los
dones del Espíritu se encuentre siempre en disposición ante la Iglesia de Dios. No
decimos lo bastante que en verdad somos ricos con todas las riquezas de Dios,
las cuales nos pertenecen, desde la fe, siempre que las invoquemos con humildad
y las acojamos con confianza. El cristiano no sabe lo que él es: un hijo de
Dios y heredero del Reino, todo lo cual en la práctica lo ignora; él dispone de
tesoros espirituales que permanecen como encerrados, sin ser conocidos por
falta de una fe que espera contemplarlos con sus ojos.
En
presencia de las manifestaciones del Espíritu, que en numerosas ocasiones me
parece que llevan suficientes garantías de autenticidad, me veo obligado a
releer, con ojos nuevos, los textos de la Escritura que me hablan de los carismas del
Espíritu como de algo normal del todo en el ámbito de las primeras comunidades.
Yo bien sabía que los Hechos de los Apóstoles no son un documento arqueológico,
y en el concilio luché por la causa de la actualidad de los carismas. Pero una
cosa es defender una tesis que creo profundamente justa, y otra sentirse
interpelado por los hechos que la confirman. Tal interpelación nos concierne a
todos. Lo que me impresiona en estas experiencias no es tanto la novedad cuánto
el resurgimiento de la tradición más original y el redescubrimiento de nuestro
punto de partida.
Todo
ello evoca en mí aquellos versos de T. S. Eliot:
«We shall not cease from exploration
and the end of all our exploring
will be to arrive where we started
and know the place far the first
time»
(3)
.No dejaremos de explorar, y el término de nuestra exploración, será de nuevo
dar con nuestro punto de partida, al que conoceremos entonces por vez primera.
T. S. Eliot.
La
renovación litúrgica nos ha conducido al punto de partida que fue el cenáculo
de Jerusalén en la tarde del Jueves Santo.
La
renovación carismática nos invita a contemplar a este mismo cenáculo en la
mañana de Pentecostés. Buena gracia es la de poder comprender mejor nuestros
orígenes, creyéndonos que ya los conocíamos, es decir, tomando conciencia de
ellos con profundidad y autenticidad cristianas.
Una
corriente de gracia que pasa.
Para
captar el sentido de la renovación carismática y su verdadero alcance es
necesario guardarse de aplicar categorías ya terminadas, y en particular ver en
ella solamente un movimiento más que conviene yuxtaponer a otros movimientos, o
peor aún, que conviene poner en concurrencia con ellos. No se trata en verdad
de nada de esto, sino de una moción del Espíritu a disposición de todo
cristiano, sea clérigo o laico, es decir, se trata de una corriente de gracia
que pasa y que conduce a vivir una tensión mayor y consciente de la dimensión
carismática inherente a la
Iglesia. Porque todos los cristianos son carismáticos por
definición; lo que les distingue es la conciencia más o menos viva que ellos
tienen de esta realidad fundamental necesariamente común.
No
se trata pues de un movimiento particular, si se entiende por tal una
estructurada organización de miembros afiliados con sus obligaciones muy
definidas. Para sentirse dentro de esta corriente no se requiere en modo alguno
asociarse a un grupo especial constituido en torno a la oración. Nuestro Señor
dijo: «Donde dos o tres se reúnan en mi nombre allí
me encuentro entre ellos» (Mat., 18, 20). A partir de esta modesta cifra
puede tener lugar una oración comunitaria entre cristianos. El Espíritu sopla
donde y cuando quiere; no son necesarios cuadros e instituciones algunos para
poder penetrar por los más diferentes ambientes: laicos de toda condición,
congregaciones y órdenes religiosas de todo género, sin restar nada de su
propio carácter, todos ellos se han sentido abiertos a tal corriente, en
espera-yo lanzo el pronóstico-de que este movimiento discretamente vaya
penetrando paso a paso por los obispos... las conferencias episcopales... los
sínodos romanos. E1 hecho de que los cristianos, tocados por esta corriente,
gusten encontrarse entre sí para compartir juntos su fe, su esperanza y su amor
fraterno bien renovados ellos, y para comunicarse dentro de una oración
espontánea en la que se sientan a gusto-sin inhibición, sin respeto humano-ello
no indica que allí se trate de una iglesia dentro de la Iglesia , sino
sencillamente de ser ellos unos cristianos contentos con serlo juntos ante el
Señor y prontos a servir a los demás allí donde la Providencia los ha
colocado.
Permítaseme
una comparación. Para aprender inglés ¿es imprescindible que me inscriba en una
academia Berlitz de idiomas? No, yo puedo aprender el inglés en mi soledad, con
la sencilla ayuda de algún disco. También puedo ayudarme de algún amigo inglés
que habla en su lengua: me bastaría de uno solo. Lo cual, por supuesto, no
quiere decir que un aprendizaje colectivo en una escuela no sea también muy
útil. Aquí es donde hay que situar el papel y la importancia de los grupos de
oración.
Uno
de los responsables de Ann Arbor, Stephen Clark,
insiste, para sacudirse todo equívoco: «Nosotros no
tratamos de hacer algo especial: intentamos sencillamente vivir el cristianismo
en el poder del Espíritu... El Espíritu Santo es el que nos aparece como
indispensable... No deseamos de modo alguno que se identifique esta renovación
con la renovación de la
Iglesia. Dios suscita otras muchas cosas. Pero el trabajo del
Espíritu nos parece fundamental. Entonces el redescubrimiento de este poder del
Espíritu forma parte verdaderamente esencial de toda la renovación de la Iglesia ; lo cual debe
afectar con necesidad a campos muy variados: el culto, la liturgia, la vida
comunitaria, el servicio social y apostólico»
En
una notificación hecha al congreso internacional de South Bend, titulada «The
Holy Spirit is no longer a ghost» («El Espíritu Santo no es un fantasma»), el
Padre John C. Haughey, S. J. hacía notar con mucha razón que los responsables
no tenían apenas que hablar del movimiento carismático, sino del Señor, y
añadía: «Cuanto más se encuentra uno asociado a esta corriente, menos se
concentra sobre el movimiento como tal y más se interesa en las mociones del
Espíritu, tanto en sí mismo cuanto en la comunidad creyente a la cual se
pertenece» (5).
El
ideal confesado por los «líderes» espontáneos del «movimiento» (me veo obligado
a poner entre comillas estas palabras inadecuadas) es el de desaparecer. Un
periodista americano titularía tal propósito: "A movement that wishes to
die" («Un movimiento que aspira a morir»). Exacto: su ambición es la de
borrarse lo más posible, algo así como a otro nivel han desaparecido los
movimientos bíblicos y litúrgicos, y esperamos que no menos el ecuménico el día
en que toda la Iglesia
haya integrado su impulso. Se desea desaparecer una vez que el fin se ha
alcanzado como las aguas de, un río pierden su nombre al desembocar en el mar.
Hay
quien, por temor de abusos o de cambio de aguja, siempre posibles, se ve
tentado de rechazar lo que, a. mi parecer, va marcado por Dios; se podría
entonces releer la palabra de Gamaliel a propósito de aquellos cristianos que
en cierto Pentecostés inquietaban a muchos: «Por
ahora, os lo digo, dejadlos. Porque si su empresa o su obra viene de los
hombres se destruirá por sí misma; pero si viene verdaderamente de Dios no os
lancéis a destruirla. No os arriesguéis a entrar en guerra contra Dios» (Hechs,
5, 38-39).
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ResponderEliminarSan Pablo nos invita a defendernos del maligno y a luchar como valerosos soldados en esta lucha sin cuartel, que durará toda la vida. Nos dice: "Revestíos de la armadura de Dios para que podáis resistir las insidias del diablo, ya que nuestra lucha no es contra la sangre y la carne, sino contra los principados, contra las potestades, contra los dominadores de este mundo tenebroso, contra los malos espíritus. Tomad, pues, la armadura de Dios para que podáis resistir en el día malo y vencido todo, os mantengáis firmes. Estad, pues, alerta, ceñidos vuestros lomos con la verdad, revestidos con la coraza de la justicia y calzados los pies, prontos a anunciar el Evangelio de la paz. Embrazad en todo momento el escudo de la fe, con el que podáis apagar los dardos encendidos del maligno. Tomad el yelmo de la salvación y la espada del espíritu, que es la Palabra de Dios, con toda suerte de oraciones y plegarias, orando en todo tiempo" (Ef 6,10-18).
ResponderEliminarLa victoria está asegurada. "Si Dios está con nosotros, ¿quién contra nosotros?" (Rom 8,31). "Dios nos da la victoria por nuestro Señor Jesucristo... Manteneos firmes e inconmovibles, abundando siempre en toda obra buena, teniendo presente que nuestro trabajo no es vano ante el Señor" (1 Co 15,57-58).