"BIENAVENTURADOS LOS
PACÍFICOS” (MT.5,9)
1 de enero de 1996. Setenta
Mil jóvenes de veintiocho países, presididos por el hermano Roger Schutz, de la Hermandad cristiana de
Taizé, piden a Dios la paz para el mundo y para los pueblos, en Vroclav,
Polonia. ¡70.000 pacíficos, 70.000 hijos de Dios! Pero, ¿después de casi 2.000
años de cristianismo aún hay que pedir la paz? ¿Aún está el mundo lleno de
violentos, de asesinos, de gentes rabiosas de odio, sedientas de venganza y de
sangre?
1 de enero de 1.996: Jornada mundial de la paz. Juan Pablo II clama
desde el Vaticano: "¡Demos a los niños un futuro
de paz!... Es un derecho suyo y un deber
nuestro". Pero ¿le importan los derechos de los niños a la paz o
sus deberes al francotirador que les mata o al terrorista que les despedaza
junto con los adultos, porque no tienen otro Dios ni otra ley que su
irracionalidad y sus odios, sus etnias exacerbadas y sus egoísmos viscerales? .
El espectáculo de la raza humana resulta a veces depresivo y degradante.
Hay hombres que no tienen paz dentro de sí mismos, ni con Dios, ni con la
familia, ni con la sociedad, ni con el cielo ni con la tierra y no se la dejan
tener a los demás. ¿Hay algún remedio en alguna parte para tanto mal?
Tiene que haberlo. Cristo supone que con su ayuda pueden darse "bienaventurados que tienen paz y la propagan porque
son hijos de Dios" (MT 5,9). Hay que educar para la paz y desmontar
las ideas de los audiovisuales, donde el hombre que mata a más es más héroe en
vez de más villano, más irracional y más bestia, porque carece de recursos
justos para solucionar los odios de los hombres.
Hay que desmontar los
criterios de que las naciones más importantes son las que pueden hacer
inhabitable nuestro planeta en unos días de holocausto atómico, destruyendo
amigos y enemigos a la vez, y no, por el contrario, las que pueden imponer con
su prestigio un arbitraje justo y ponderado entre los adversarios. Pero antes
de disminuir la violencia en los demás tendríamos que empezar poniendo la paz
de Dios en nuestros corazones.
La paz falsa y la verdadera paz
El
seguidor de Cristo necesita poner paz en su interior antes de pacificar a los
demás. Cristo que dijo; "La paz os
dejo, mi paz os doy" (Jn 14,27), nos avisó que antes de "traer
la paz tenía que traer la espada" (Mt 10,34). Antes
de hacernos pacificadores de los otros, Cristo quiere sacarnos de la paz falsa
que el hombre ha hecho con su propio pecado y su violencia. La espada de Cristo
tiene que podar nuestros pecados y nuestros egoísmos, nuestros odios y nuestras
faltas de perdón, nuestro espíritu de discordia y de venganza, nuestro apetito
de prevalecer y dominar sobre los demás. Sólo cuando haya muerto nuestro 'yo'
orgulloso, luchador y violento puede nacer en nosotros la paz de Cristo, tan
distinta de la que el mundo da (Jn 14,27). Los que Dios ha pacificado
saben convivir en paz con los demás. Entonces "el lobo habitará con el
cordero, la pantera se tumbará junto al cabrito, el novillo y el león pacerán
juntos" (11,6), porque antes Dios ha convertido al lobo, a la pantera, al
oso y al león.
(Tal vez, tengamos que convertirnos
muchos y en más cosas de las que pensamos antes de que la paz mesiánica
llegue). La conversión a
la paz es mucho más que una reconciliación superficial, una tregua de
conveniencias, un pacto consensuado o una presión social. Sin conversión a la
paz como fruto de la justicia y del amor, solo "se cura superficialmente
la herida del pueblo, diciendo ¡Paz, paz!, cuando no hay paz" verdadera
(Jer 6,14). Y es una lástima vivir en el
engaño y engañándonos a nosotros y a los demás. Existe también una falsa
paz en el orden político y social, cuando se da una tranquilidad forzada dentro
de un orden injusto y que, por lo tanto, no es verdadero orden. En estos casos
también se ha de utilizar la espada de Dios para que brote la paz verdadera y
justa. Tampoco vale una paz pública que brote del terror. La paz evangélica
brota de la justicia y del amor. Y la renuncia a la violencia es un misterioso
don evangélico de los perseguidos por la justicia y de los que quieren
construir la paz con la lucha incansable y no violenta por la justicia.
A la paz por el perdón, por la justicia, por el amor y la intercesión.
En 1972, Pablo VI en su mensaje para la Jornada mundial de la paz
avisaba: "Si quieres la paz, trabaja por la
justicia". "La paz es obra de la justicia" (Is 32,17) y
soñar con una paz fundada en la injusticia es soñar en quimeras. Es difícil
vivir una justa defensa de los derechos humanos sin violencia; pero el camino
de los no-violentos crece. El no-violento no es un ser pasivo; es el sujeto que
imita a Cristo luchando y trabajando por la paz con métodos no violentos. El evangelio rechaza la violencia, pero exige la justicia. Muchos
no violentos terminan descalabrados por los violentos, pero su muerte es
redentora.
Cristo es el nombre de la paz evangélica, que hace bienaventurados y
pacificadores, "Él es nuestra PAZ, el que de los dos pueblos divididos
hizo uno, derribando el muro que los separaba: la enemistad (Ef 2,14).
Sin amor de Dios en el corazón no se puede ser bienaventurado. Muchos
luchan por la justicia sin amor y no son felices. El odio se va espesando en su
corazón y rezuman amargura. Aunque uno derrote a los injustos e implante la
paz, 'si no tengo amor, nada soy' (1 Cor13, 2). 'Amar a los enemigos' (MT 5,44)
ayuda a la paz interior y también a que disminuyan los enemigos, sin que
desaparezcan del todo para poder seguir amándolos. Hemos de amar los derechos
de nuestros enemigos aunque ellos no respetan los nuestros y hemos de amar su
paz y su bienestar.
Unido al amor
a los enemigos, va el perdón. Sin perdón al ofensor no habrá paz en nuestro
corazón ni en el de los demás. Cristo hace la paz de los hombres con
Dios, pidiendo al Padre que los perdone, porque no saben lo que hacen (LC
23,34). Los violentos nunca miden el mal que hacen; miran a la utopía que
persiguen y con la violencia se les aleja más y más. Cristo nos trajo su paz,
sin derramar más sangre que la suya. Los violentos de hoy derraman toda la
sangre posible para sólo aumentar el odio entre los hombres. Y en vez de
bienaventurados con Cristo, se hacen malditos de Dios y de los hombres.
Por la oración de intercesión
acudimos también al trono de Jesús, Príncipe de la paz (Is 9,5) para reclamar
que ate con poder al primordial "adversario nuestro, el Diablo, que ronda
como león rugiente, buscando a quien devorar (1 Pe 5,8), y a la Bestia que surge del abismo
para hacer la guerra (Ap 11,7) a los profetas de Dios. y pedimos que los hijos
de Satanás y de la violencia se conviertan a Cristo el Pacificador como
pacíficos e hijos de Dios. ¡Ojalá florezca en nuestros días la Paz! ¡Ojalá que María, Reina
de la Paz, la
derrame sobre este mundo que se aproxima al Tercer Milenio, y el universo de
los violentos acepte la conversión para adelantar en nuestra tierra y en
nuestros corazones el reino de la justicia, del amor y de la Paz! Unimos nuestra
intercesión a la de la Iglesia:
'Cordero de Dios, Jesús inmolado, que quitas el pecado del mundo, danos la PAZ'. Haznos
instrumentos de tu paz. Y dinos luego: ¡Bienaventurados los que lucháis contra
la discordia dentro de la
Iglesia! ¡Bienaventurados los que lucháis por la paz entre
los hombres! Vosotros sois los verdaderos hijos de Dios. Pero, oh, Dios, Dios
nuestro, ¿por qué no se terminan ya los violentos?
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