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sábado, 9 de julio de 2011

LOS DOCUMENTOS DE MALINAS

                 "Es necesario que hagamos memoria de lo que sucedió en el principio, en el inicio de la Renovación Carismática, para que seamos capaces de dar continuidad a este proyecto que ha sido concebido por Dios mismo, para la renovación de toda su iglesia" (cf.La comunidad. Genoveva. Comunidad de Buena Nueva).

               
“DOCUMENTOS DE MALINAS”


ORIENTACIONES TEOLÓGICAS Y PASTORALES

En nuestro tiempo la Renovación Carismática se extiende en el mundo entero. Con el fin de ayudar a todos los que tienen que emitir un juicio o tomar una decisión sobre ella, el Cardenal Suenens ha reunido en Malinas (Bélgica), del 21 al 26 de mayo de 1974, a un pequeño equipo internacional de teólogos y dirigentes laicos . Estos han intentado dar una serie de orientaciones teológicas y pastorales en respuesta a algunas de las inquietudes más frecuentes en la materia. Son perfectamente conscientes de la imperfección del documento que, lejos de ser definitivo, requerirá un estudio más profundo en numerosos puntos.
Las preguntas en relación con la Renovación Carismática son tan diferentes que es difícil discernir las que deben contestarse en primer lugar. Aunque algunas personas comprometidas en la Renovación se expresarían, sin duda, de forma distinta, pensamos que el documento representa, con todo, una línea teológica y pastoral suficientemente admitida. Teólogos de diversos países han revisado el documento y han enviado sus sugerencias a lo que se propone como un ensayo de respuesta a los principales problemas suscitados por la Renovación Carismática y por su integración en la vida de la Iglesia.

(Introducción del CARDENAL SUENES al primer DOCUMENTO)

Estas palabras pueden servir perfectamente como introducción a los SEIS DOCUMENTOS que deseamos presentar a todos los que deseen conocer más profundamente a la Renovación Carismática. Como los temas que se desarrollan entran perfectamente dentro del contexto doctrinal de la Iglesia, estamos completamente convencidos, que podrán servir igualmente a todo aquel que desee profundizar en estas realidades que hoy día tanto preocupan.

Si bien los DOCUMENTOS fueron escritos entre los años 1974 y 1986, siguen siendo actuales por su objetividad y profundidad doctrinal; más aún, al no haber sido superados en la mayoría de los temas, han quedado como normas y bases tanto de toda vida carismática como eclesial.

Nuestro único deseo de presentarlos ha sido el darlos a conocer al mayor número posible de cristianos, teniendo la plena seguridad de que les serán muy útiles tanto para la formación de las personas y grupos, como para la vida espiritual de cada uno.


“DOCUMENTO DE MALINAS  Nº1”

LA RENOVACIÓN CARISMÁTICA  (1974)
ORIENTACIONES TEOLÓGICAS Y PASTORALES

INTRODUCCIÓN

En nuestro tiempo la Renovación Carismática se extiende en el mundo entero. Con el fin de ayudar a todos los que tienen que emitir un juicio o tomar una decisión sobre ella, el Cardenal Suenens ha reunido en Malinas (Bélgica), del 21 al 26 de mayo de 1974, a un pequeño equipo internacional de teólogos y dirigentes laicos (1). Estos han intentado dar una serie de orientaciones teológicas y pastorales en respuesta a algunas de las inquietudes más frecuentes en la materia. Son perfectamente conscientes de la imperfección del documento que, lejos de ser definitivo, requerirá un estudio más profundo en numerosos puntos.

Las preguntas en relación con la Renovación Carismática son tan diferentes que es difícil discernir las que deben contestarse en primer lugar. Aunque algunas personas comprometidas en la Renovación se expresarían, sin duda, de forma distinta, pensamos que el documento representa, con todo, una línea teológica y pastoral suficientemente admitida. Teólogos de diversos países han revisado el documento y han enviado sus sugerencias (2)a lo que se propone como un ensayo de respuesta a los principales problemas suscitados por la Renovación Carismática y por su integración en la vida de la Iglesia.

A) LA RENOVACIÓN CARISMÁTICA

1. Nacimiento y difusión

En 1967 un grupo de profesores y estudiantes de Estados Unidos experimentaron una asombrosa renovación espiritual acompañada de la manifestación de un cierto número de «carismas» mencionados por san Pablo en su primera Carta a los Corintios (3). Así se inició lo que actualmente se conoce como «la Renovación Carismática Católica», una renovación que se ha extendido por diversas regiones del Mundo, y cuyos efectivos, en algunos países, se doblan cada año. Laicos, religiosos, sacerdotes y obispos se sienten comprometidos. La primera Conferencia Internacional de dirigentes, celebrada en 1973 en el convento de las Misioneras Franciscanas de María de Grottaferrata, en las afueras de Roma, ha reunido a delegados de treinta y cuatro países. Otra señal de la creciente importancia de la Renovación, es el número de revistas teológicas que publican artículos doctrinales al respecto. Equipos locales editan libros y boletines sobre la Renovación, y algunas revistas consagradas al movimiento, como New Covenunt en los Estados Unidos y Alabaré en Puerto Rico, tienen difusión internacional. Observadores de la vida religiosa ven en la expansión de la Renovación Carismática la manifestación de un nuevo dinamismo en la vida de la Iglesia.

Muchos son los que, sin estar implicados en esta forma de renovación, comprueban el cambio operado en la vida de los que se han comprometido en ella. Entre los frutos de la Renovación es preciso señalar, de forma especial, el redescubrimiento de una relación personal con Jesús, Señor y Salvador, y con su Espíritu. El poder del Espíritu opera una conversión profunda, transforma la vida de muchos y se manifiesta en la voluntad de servicio y de testimonio. A pesar de su carácter profundamente personal esta nueva relación con Jesús, lejos de ser un asunto privado e intimista, orienta hacia la comunidad, provoca una comprensión nueva del misterio de la Iglesia y favorece una adhesión leal a su estructura sacramental y a su magisterio.

Como el movimiento bíblico y litúrgico, la Renovación Carismática suscita ese amor por la Iglesia que intenta para ella una renovación en la fuente de su vida: la gloria del Padre, el señorío del Hijo y el poder del Espíritu Santo.

2. Contexto eclesial

Una de las enmiendas más significativas que se hicieron en los esquemas preparatorios de la Constitución sobre 1ª Iglesia en el Concilio Vaticano II, se refería al papel del Espíritu Santo. En la Constitución Lumen Gentium el día de Pentecostés se presenta como decisivo para la Iglesia, la cual tiene, en efecto, «acceso al Padre por medio de Cristo en el único Espíritu» (n- 4).

Es el Espíritu el que asegura a la Iglesia «la unidad en la comunión y en el servicio» (ibidem, 4) y distribuye a los fieles las gracias necesarias para la renovación y el desarrollo de la Iglesia, porque el Espíritu es un don que se da siempre «en vista del bien común» (1 Cor 12, 7). Las gracias más sorprendentes como las más sencillas, se ajustan siempre a las necesidades de la Iglesia. El Papa Pablo VI se ha hecho eco de esta enseñanza en la audiencia general del 29 de noviembre de 1972: «La Iglesia necesita sentir de alguna forma, desde lo más profundo de sí misma, la voz suplicante del Espíritu Santo, que en nuestro interior ora con nosotros y para nosotros con «inefables gemidos» (Rom 8, 26)(4) . Durante la audiencia del 23 de mayo de 1973 volvió a tocar este tema: «Todos nosotros debemos abrirnos al soplo misterioso del Espíritu Santo»(5)

Los que están comprometidos con la Renovación han experimentado los carismas de los que habla la Lumen Gentium y el soplo misterioso del Espíritu. Experimentan que han sido introducidos, como individuos y como comunidad, en una relación de fe personal con Dios, experiencia que engendra en ellos «un sentido más vivo de lo divino» (Gaudium et Spes, 7).

El carácter especial de esta experiencia manifiesta la naturaleza eclesial de los carismas, que se relaciona, de una parte con las estructuras vivientes de la Iglesia y con su ministerio, de otra, con la experiencia individual de Dios .(6)

Ésta es la razón por la que la Renovación ha reaccionado contra una atención excesiva prestada a la interioridad y a la subjetividad individuales. En términos sacramentales se puede decir que el movimiento carismático se funda sobre la renovación de lo que nos constituye en Iglesia, es decir, los «sacramentos de la iniciación cristiana»: bautismo, confirmación y eucaristía.(7) El Espíritu Santo, recibido en la iniciación, es acogido de manera más profunda tanto a nivel personal como comunitario, de forma que una «metanoia» (conversión) continua se opera a lo largo de la vida cristiana.

La experiencia que está en la base de la Renovación comienza por un «ver y oír» (Hech 2, 33; 1 Jn 1, 1-3) y se comunica a un grupo o a una persona, por una fe que rinde testimonio del señorío de Cristo por el poder del Espíritu. Cuando leemos en los Hechos que los que escucharon la predicación de Pedro «sintieron el corazón traspasado», el autor ha querido decir que fueron tocados en todo su ser: cuerpo, espíritu, inteligencia, afectividad, voluntad, por la palabra carismática del apóstol.

Nosotros entendemos por «carisma» un don interior, una aptitud liberada por el Espíritu, revestida de fuerza por Él y puesta al servicio de la edificación del Cuerpo de Cristo. Cada cristiano posee uno o varios carismas que sirven para el ordenamiento y el ministerio de la Iglesia; estos forman parte integrante de la vida eclesial, pero deben estar sostenidos por una realidad más fundamental: el amor de Dios y del prójimo (1 Cor 13). Este amor-caridad da valor a todo ministerio; sin él los carismas estarían «vacíos».

La Renovación Carismática no pretende promover una vuelta simplista, desprovista de todo sentido histórico, a una Iglesia neotestamentaria idealizada. Reconoce, sin embargo, el papel único de las comunidades del Nuevo Testamento y pretende continuar en la tradición que llama a todos los hombres a la conversión y al Reino. Cualesquiera hayan sido las formas anteriores de renovación, la «Renovación Carismática» de la que hablamos quiere situarse en la tradición católica, originada por la palabra de los profetas y de los apóstoles de la Iglesia primitiva, el testimonio de los mártires, la predicación de las órdenes religiosas de la Edad Media, los ejercicios espirituales de san Ignacio, la práctica de las misiones parroquiales, el movimiento litúrgico y otros «movimientos» apostólicos y espirituales. Aunque se distingue de ellos por algunos acentos que le son propios la Renovación Carismática pretende también lanzar a todos los hombres la misma llamada a la conversión y liberar al «creyente incrédulo», cautivo sin que lo sepa de un ateísmo del alma y del corazón.

B) FUNDAMENTO TEOLÓGICO

1. La vida intratrinitaria y la experiencia cristiana

El fundamento teológico de la Renovación es esencialmente trinitario. Nadie ha visto jamás al Padre (cf. Jn 1, 18), ni podrá verlo en esta vida, porque «habita en una luz inaccesible» (1 Tim 6, 16; 1 Jn 4, 12, 20). Sólo el Hijo ha visto y ha escuchado al Padre (Jn 6, 46). Él es el «Testigo» del Padre. Jesús nos dio testimonio del Padre, y el que ha visto, oído y tocado a Jesús tiene acceso al Padre (1 Jn 1, 1-3). Después de la Ascensión de Jesús al Padre ya no podemos verlo ni escucharlo personalmente. Pero nos ha enviado su Espíritu que nos recuerda todo lo que hizo y dijo y lo que sus discípulos han visto y oído (Jn 14, 26; 16, 13). No tenemos, pues, acceso al Padre por Cristo sino en el mismo Espíritu (Ef 2, 18).

El Padre se ha revelado como la «Persona-Fuente», Principio sin principio, cuando descubrió su nombre a Moisés: «Yo soy el que soy». En el Nuevo Testamento Jesús se revela como la imagen de la «Persona-Fuente» (Col 1, 15) al tomar y aplicarse a sí mismo esta palabra de revelación (Jn 8, 24-28). El Padre y Él son uno; el Padre está en el Hijo y el Hijo en el Padre (Jn 17, 21; cf. 10, 30). Jesús es la manifestación de «aquél que es» (2 Cor 4, 4; Hech 1, 3).

Cuando Jesús emplea la forma «nosotros» en un sentido exclusivo (Jn 10, 30; 14, 23; 17, 21), ese «nosotros» se refiere al Padre y a Él mismo. El Espíritu procede de ese «nosotros» y es, de manera inefable, una Persona en dos personas. El Espíritu es el acto perfecto de comunión entre el Padre y el Hijo, y es igualmente por el Espíritu como esta comunión puede comunicarse ad extra. La Iglesia se define, en efecto, por su relación a esta comunión de Personas. La identificación de Jesús y de los cristianos (Hech 9, 4 s.) no es posible sino en virtud de la identidad del mismo Espíritu Santo en el Padre, en el Hijo y en los cristianos (Rom 8, 9). Cristo «nos ha dado su Espíritu que, siendo único y el mismo en la Cabeza y en los miembros da a todo el Cuerpo la vida, la unidad y el movimiento» (Lumen Gentíum, 7). Siendo el mismo Espíritu el que permanece a la vez en Cristo y en la Iglesia, la comunidad cristiana puede ser llamada «Cristo» (1 Cor 1, 13; 12, 12). Los carismas son las manifestaciones de esta inhabitación del Espíritu (1 Cor 12, 7), signos del Espíritu que habita en nosotros (1 Cor 14, 22), y se manifiesta así de forma visible y tangible; «Jesús ha derramado el Espíritu Santo...» (Hech 2, 33). Al final de los tiempos, cuando el Espíritu Santo haya reunido todo en esa comunión, Cristo «entregará el reino a Dios Padre» (1 Cor 15, 24), y la Iglesia es el inicio de este reino (Lumen Gentium, 5).

2. Cristo y el Espíritu Santo

Es lícito decir que Jesús, en su humanidad, ha recibido el Espíritu y lo ha enviado.

Jesús ha recibido el Espíritu en plenitud, y esta efusión del Espíritu es la inauguración de los tiempos mesiánicos, de la segunda creación. Concebido por el poder del Espíritu Santo, Jesús viene al mundo como Hijo de Dios y como Mesías. Y es precisamente la efusión del Espíritu en el momento de su bautismo en las aguas del Jordán, lo que le permite asumir públicamente ese papel mesiánico: «Cuando Jesús salía del agua, los cielos se abrieron y el Espíritu, en forma de paloma, descendió sobre Él» (Mc 1, 10). Este acontecimiento es decisivo en la historia de la salvación. No se trata, únicamente, de la investidura pública de Jesús como Mesías, sino de una gracia personal que le confiere poder y autoridad con vistas a su obra mesiánica (Hech 10, 38). El Espíritu del Señor se derrama sobre Él porque ha sido ungido para predicar la buena nueva a los pobres (Lc 4, 18). Comentando la palabra dirigida a Juan el Bautista: «Aquél sobre quien veas descender el Espíritu, ése es el que bautiza en el Espíritu Santo» (Jn 1, 33), la Biblia de Jerusalén nota que «esta expresión define la obra esencial del Mesías». Jesús recibe el Espíritu, o mejor el Espíritu «reposa sobre Él» (Is 11, 2; 42, 1; Jn 1, 33) de manera que Él pueda bautizar a otros en el Espíritu»(8) .

Habiéndose ofrecido Él mismo a Dios, como víctima sin mancha, por el Espíritu eterno (cf. Heb 9, 14), Jesús, el Señor glorificado y resucitado, envía el Espíritu. Manando de ese cuerpo crucificado y resucitado como de una fuente inagotable, el Espíritu se derrama sobre toda carne (Jn 7, 37-39; 19, 34; Rom 5, 5; Hech 2, 17).

Entre Jesús y el Espíritu hay reciprocidad de relación. Jesús es aquél a quien el Espíritu se ha dado «sin medida» (Jn 3, 34; Lc 4, 1), porque el Padre lo ha «ungido de Espíritu y de poder» (Hech 10, 38). Es conducido por el Espíritu y por el Espíritu el Padre lo resucita de entre los muertos (Ef 1, 18-20; Rom 8, 11; 1 Cor 6, 14; 2 Cor 13, 14). Por su parte Jesús envía el Espíritu que ha recibido, y es por el poder del Espíritu como se llega a ser cristiano: «Si alguien no tiene el Espíritu de Cristo, no le pertenece» (Rom 8, 9). La marca esencial de la iniciación cristiana es la recepción del Espíritu (Hech 19, 1-7). Por otra parte es el Espíritu el que suscita la confesión de que «Jesús es el Señor» (1 Cor 12, 3). Esta relación recíproca de Jesús y del Espíritu se orienta a la gloria del Padre: «Es gracias a Jesús como unos y otros, en un solo Espíritu, tenemos acceso al Padre» (Ef 2, 18).

No se trata de confundir las funciones específicas de Cristo y del Espíritu en la economía de la salvación. Los cristianos se incorporan a Cristo y no al Espíritu. Inversamente es por la recepción del Espíritu como se llega a ser «cristiano», miembro del Cuerpo de Cristo. El Espíritu es quien opera esta comunión que constituye la unidad del pueblo de Dios. Reúne en la unidad porque hace de la Iglesia el Cuerpo de Cristo (cf. 1 Cor 12, 3). El Espíritu realiza esta unidad entre Cristo y la Iglesia manteniendo su distinción. Por el Espíritu Cristo está presente en su Iglesia, y pertenece al Espíritu la función de conducir a los hombres a la fe en Jesucristo. El Espíritu es una persona, como el Hijo y el Padre, pero por ello no es menos el Espíritu de Cristo (Rom 8, 9; Gál 4, 6).

Es preciso no considerar esas funciones específicas de Cristo y del Espíritu como una vana especulación teológica. El que Cristo y el Espíritu, cada uno a su manera, constituyan la Iglesia, debe afectar profundamente a la misión de la Iglesia, a su liturgia, a la oración privada del cristiano, a la evangelización, y al servicio de la Iglesia frente al mundo.

3. La Iglesia y el Espíritu Santo

Puesto que la Iglesia es el sacramento de Cristo (Lumen Gentium, 1), es Jesús quien, en su relación con el Padre y con el Espíritu, determina la estructura íntima de la Iglesia. Así como Jesús fue constituido Hijo de Dios por el Espíritu Santo, por el Poder del Altísimo que cubrió a María con su sombra (Lc 1, 35), y fue investido de su misión mesiánica por el Espíritu que descendió sobre Él en el Jordán, así, de una manera análoga, la Iglesia desde su origen fue constituida por el Espíritu Santo y manifestada al mundo en Pentecostés.

Hay una tendencia en Occidente que da razón de la estructura de la Iglesia en categorías «cristológicas», y hace intervenir al Espíritu Santo para que anime y vivifique esa estructura ya previamente constituida.

Si es verdad que la Iglesia es el sacramento de Cristo, esa concepción no puede ser sino equivocada. Jesús, en efecto, no ha sido primeramente constituido Hijo de Dios y después vivificado por el Espíritu para cumplir su misión; como tampoco ha sido investido de su mesianismo y después habilitado por el Espíritu en razón de su ministerio. De manera análoga, tanto Cristo como el Espíritu Santo, los dos, constituyen la Iglesia; ésta es fruto de una doble misión: la de Cristo y la del Espíritu, y esta afirmación no contradice el hecho de que la Iglesia inaugurada en el ministerio de Jesús recibe una modalidad y una potencia nueva en Pentecostés.

Ya que la Iglesia es el sacramento de Cristo, es también participante de la unción de Cristo. La Iglesia no continúa solamente la Encarnación, sino también la unción de Cristo en su concepción y en su bautismo que se extiende a su cuerpo místico(9) . Si la acción de la Iglesia es eficaz, si su predicación y su vida sacramental logran sus frutos, es en virtud de esta participación en la unción de Cristo. La comunión eclesial es igualmente una consecuencia de ello. Por otra parte, ese mismo Espíritu que asegura la unidad entre Cristo y la Iglesia, garantiza también la distinción: «en el Espíritu», Cristo no se sumerge en su Cuerpo que es la Iglesia, sino que permanece como Cabeza de la misma.

4. La estructura carismática de la Iglesia

Como sacramento de Cristo la Iglesia nos hace partícipes de la unción de Cristo por el Espíritu. El Espíritu Santo permanece en la Iglesia como un perpetuo Pentecostés, y hace de ella el Cuerpo de Cristo, el pueblo de Dios, llenándola de su poder, renovándola sin cesar, moviéndola a proclamar el Señorío de Jesús para la gloria del Padre. Esta inhabitación del Espíritu en la Iglesia y en los corazones de los cristianos como en un templo, es un don para toda la Iglesia: «¿No sabéis que sois templo de Dios y que el Espíritu de Dios habita en vosotros?» (1 Cor 3, 16; cf. 6, 19). El don primordial hecho a la Iglesia no es otro que el Espíritu Santo mismo, con Él vienen los dones gratuitos del Espíritu, es decir, los carismas.

El Espíritu Santo, dado a toda la Iglesia, se hace visible y tangible a través de los diversos ministerios, sin que se confunda con ellos. Como manifestaciones visibles del Espíritu, los carismas se ordenan al servicio de la Iglesia y del mundo antes que a la perfección de los individuos que los reciben. En cuanto tales pertenecen a la misma naturaleza de la Iglesia. Está, pues, fuera de cuestión el que un grupo o movimiento particular en el interior de la Iglesia reivindique una especie de monopolio del Espíritu o de sus carismas.

Si el Espíritu y sus carismas son inherentes a la Iglesia en su conjunto, son también constitutivos de la vida cristiana y de sus diversas expresiones, tanto comunitarias como individuales. En la comunidad cristiana no debe haber miembros pasivos, desprovistos de función, de ministerio. «Hay diversidad de dones, pero un mismo Espíritu; diversidad de ministerios, pero un mismo Señor; diversos modos de acción, pero es el mismo Dios el que produce todo en todos. Cada uno recibe el don de manifestar el Espíritu para el bien de todos» (1 Cor 12, 4-7).

En este sentido todo cristiano es un carismático, y se encuentra, por tanto, investido de un ministerio para servicio de la Iglesia y del mundo.

Los carismas tienen, con todo, importancia desigual. Los que están más directamente ordenados a la edificación de la comunidad tienen una dignidad mayor. «Ahora bien, vosotros sois el Cuerpo de Cristo, y sus miembros cada uno por su parte. Y así los puso Dios en la Iglesia, primeramente como apóstoles; en segundo lugar como profetas; en tercer lugar como maestros; luego, el poder de los milagros; luego, el don de las curaciones, de asistencia, de gobierno, diversidad de lenguas» (1 Cor 12, 27-28). La igualdad de carismas y ministerios no es propia de la vida de la Iglesia.

No hay, pues, que oponer una Iglesia institucional a una Iglesia carismática. Como decía san Ireneo : «Donde está la Iglesia, allí está el Espíritu, y donde está el Espíritu, allí está la Iglesia»(10) . Un mismo Espíritu, que se manifiesta en diversidad de funciones, asegura la cohesión entre el laicado y la jerarquía. El Espíritu y sus dones son, en efecto, constitutivos de la Iglesia en su conjunto y en cada uno de sus miembros.

5. El acceso a la vida cristiana

Al hacerse cristianos, todos los creyentes participan de las mismas verdades, de los mismos misterios. Son a la vez miembros del Cuerpo de Cristo, y del pueblo de Dios, partícipes del Espíritu e hijos del Padre. San Pablo define al cristiano por su referencia a Cristo y al Espíritu: «Si alguno no tiene el Espíritu de Cristo, no le pertenece» (Rom 8, 9). En los evangelios lo que diferencia más netamente el papel mesiánico de Jesús en relación con el ministerio de Juan Bautista, es el hecho de que Jesús debe «bautizar en el Espíritu Santo». Según los demás escritos apostólicos, se llega a ser miembro del cuerpo de Cristo cuando se recibe el Espíritu por el bautismo: «Hemos sido todos bautizados en un mismo Espíritu, para ser un solo cuerpo, judíos o griegos, esclavos o libres» (1 Cor 12, 13).

El Nuevo Testamento describe de formas diversas el acceso a la vida cristiana. Siempre se opera bajo el signo de la fe; la unción de la fe precede y acompaña la conversión (cf. 1 Jn 2, 20, 27), que consiste en «convertirse a Dios abandonando los ídolos, para servir a Dios vivo y verdadero, y esperar así a su Hijo Jesús que ha de venir de los cielos, a quien resucitó de entre los muertos...» (1 Tes 1, 9-10). En el caso de un adulto, la conversión conduce al bautismo, a la remisión de los pecados y al don de la plenitud del Espíritu. Este proceso de la fe está admirablemente resumido en la conclusión del discurso de Pedro el día de Pentecostés: «Convertíos y que cada uno de vosotros se haga bautizar en el nombre de Jesucristo, para remisión de vuestros pecados; y recibiréis el don del Espíritu Santo» (Hech 2, 38).

6. Los dones del Espíritu y la iniciación cristiana

La venida decisiva del Espíritu en virtud de la cual uno llega a ser cristiano, está unida a la celebración de la Iniciación Cristiana (bautismo, confirmación y eucaristía)(11) . La Iniciación Cristiana es el signo eficaz del don del Espíritu. Al recibir en ella el Espíritu Santo el catecúmeno se convierte en miembro del cuerpo de Cristo y se incorpora al pueblo de Dios y a la plegaria litúrgica.

Las comunidades cristianas primitivas no sólo celebraban la iniciación en este espíritu(12) , sino que esperaban una transformación en la vida de los fieles. El Espíritu Santo para ellos estaba asociado a manifestaciones de poder transformante. No concebían que fuera posible incorporarse a Cristo y recibir el Espíritu, sin que toda la vida cambiara. Igualmente las primeras comunidades cristianas consideraban normal que el poder del Espíritu se manifestara con toda la amplitud y la diversidad de sus carismas: asistencia, administración, profecía, glosolalia, etc.; pues hay que tener en cuenta que las enumeraciones del Nuevo Testamento no son exhaustivas (cf. 1 Cor 12, 28; Rom 12, 6-8)(13. Esta manifestación del Espíritu en los carismas se ponía antes en relación con la vida de la comunidad, que con la vida personal del cristiano.

Hay que reconocer que la Iglesia en la actualidad no es suficientemente consciente de que algunos carismas constituyen posibilidades concretas para la comunidad cristiana, incluso si, en principio, son reconocidos como inherentes a la estructura y a la misión de la Iglesia.

Una forma de descubrir lo específico de la Renovación Carismática sería comparar la vida de una comunidad cristiana de los primeros tiempos y la vida de una comunidad cristiana contemporánea. Los cristianos de la Iglesia primitiva no se considerarían privilegiados, en materia de carismas, en relación con sus hermanos de épocas posteriores. Substancialmente la iniciación tal y como hoy se celebra no difiere de la de los orígenes de la Iglesia. Tanto en una como en otra, el don del Espíritu se pide y se recibe por la Iglesia y se manifiesta en ciertos signos o carismas. Tan impensable es para nosotros, como lo fue para san Pablo, que se pueda recibir el Espíritu sin recibir, al mismo tiempo, algunos de sus dones.

Sin embargo no se puede olvidar que existe un clima espiritual distinto en nuestras comunidades, que las distingue de las primitivas. Esta diferencia se encuentra en la calidad de apertura y disponibilidad a los dones del Espíritu.

Supongamos, por ejemplo, que la gama plena de las manifestaciones del Espíritu en los diversos carismas vaya de la A a la Z (aun cuando esto sea una comparación inadecuada, en la medida en que parece comprometer la libertad del Espíritu Santo que puede manifestarse en toda suerte de carismas). Supongamos también que una sección de esa gama, delimitada por las letras A y P, comprenda los carismas que nosotros juzgamos hoy más «normales», tales como los dones que nos mueven a la generosidad o a la misericordia (cf. Rom 12, 8), y la otra sección, de la P a la Z, comprendiera, por hipótesis, los dones de profecía, de curación, de hablar en lenguas, de interpretación, etc. Es evidente, de acuerdo con los testimonios que poseemos, que los primeros cristianos eran consciente de que el Espíritu podía manifestarse de acuerdo con toda la gama de los diversos carismas, y particularmente los que nosotros hemos situado en la sección P-Z, correspondían para ellos a posibilidades reales, incluso a hechos experimentados.

En esto las comunidades primitivas manifiestan una diferencia en relación con nuestras parroquias y comunidades contemporáneas. Éstas no parecen ser conscientes de que ciertos carismas constituyen para la Iglesia posibilidades concretas y, por tanto, no están abiertas a estas maravillas del Espíritu. Esta falta de disponibilidad o, si se quiere, de confianza, puede afectar profundamente a la vida y a la experiencia de una comunidad cristiana, y se refleja en su forma de orar, en particular en su forma de celebrar la eucaristía, en su proclamación del Evangelio y en su compromiso al servicio del mundo. Si una comunidad impone ciertos limites a las manifestaciones del Espíritu, su vida se encontrará necesariamente empobrecida de una u otra forma.

Que la falta de apertura y disponibilidad pueda afectar a la vitalidad de una iglesia local, no debe sorprender a un católico. Esta comprobación corresponde a la doctrina relativa a las condiciones subjetivas -ex opere operantis- de la vida sacramental. La eficacia de los sacramentos se ve afectada de alguna manera por las disposiciones del que los recibe. Si, por ejemplo, un cristiano recibe la eucaristía con unas disposiciones mínimas de apertura y generosidad, no recibirá como debiera el alimento espiritual, aunque Cristo se le ofrezca en la plenitud de su presencia y de su amor. Lo mismo sucede a nivel de toda la comunidad cristiana con respecto a los sacramentos de la iniciación.

Hay, con todo, que hacer una, advertencia. Si es cierto que las disposiciones subjetivas influyen normalmente en el efecto que producen en nosotros los dones de Dios, es preciso también añadir que el Espíritu de Dios no está jamás atado por las disposiciones subjetivas de las comunidades o de los individuos. El Espíritu es soberanamente libre, sopla cuando y como quiere. Puede dar, pues, a comunidades e individuos dones para los que no están preparados. La Iglesia debe a su iniciativa todo lo que hay en ella de vital. De todas formas sigue siendo verdad que, de ordinario, la libre comunicación del Espíritu Santo se ve afectada, de alguna manera, por las disposiciones subjetivas de los que lo acogen(14) .


7. Fe y experiencia

La Renovación Carismática interpreta de manera positiva el papel de la experiencia en el testimonio del Nuevo Testamento y en la vida cristiana(15) . En las comunidades de la época neotestamentaria la acción del Espíritu Santo fue un hecho de experiencia antes de ser objeto de doctrina. De acuerdo con los textos podemos decir que esta experiencia se reflejaba, generalmente, en la conciencia personal y comunitaria. El Espíritu se percibía y experimentaba de manera más o menos inmediata: «El que os otorga, pues, el Espíritu y obra milagros entre vosotros ¿lo hace porque observáis la ley o porque tenéis fe en la predicación?» Gál 3, 5). «Doy gracias a Dios sin cesar por vosotros, a causa de la gracia de Dios que os ha sido otorgada en Cristo Jesús, pues en él habéis sido enriquecidos en todo, en toda palabra y en todo conocimiento, ...así ya no os falta ningún don...» (1 Cor 1, 4-8).

El Espíritu se experimentaba, igualmente, por la transformación moral que producía: «Debemos dar gracias en todo tiempo a Dios por vosotros, hermanos amados del Señor, porque Dios os ha escogido desde el principio para la salvación mediante la acción salvadora del Espíritu y la fe en la verdad» (2 Tes 2, 13).

«Habéis sido lavados, habéis sido santificados, habéis sido justificados en el nombre del Señor Jesucristo, y en el Espíritu de nuestro Dios» (1 Cor 6, 11). El Espíritu se experimenta en la luz interior de la que es la fuente(16) : «Nosotros no hemos recibido el espíritu del mundo, sino el Espíritu que viene de Dios, para conocer las gracias que Dios nos ha otorgado» (1 Cor 2, 12). La alegría y el fervor de la caridad se percibían, igualmente, como signos de la presencia del Espíritu: «Éste es el fruto del Espíritu: amor, alegría, paz, paciencia, afabilidad, bondad, fidelidad, mansedumbre, templanza» (Gál 5, 22). «La esperanza no falla, porque el amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo que nos ha sido dado» (Rom 5, 5).

Finalmente el Espíritu se experimentaba en manifestaciones de poder: «...nuestro evangelio os fue predicado no sólo con palabras, sino también con poder y con el Espíritu Santo, con plena persuasión» (1 Tes 1, 5). «Y mi palabra y mi predicación no tuvieron nada de los persuasivos discursos de la sabiduría, sino que fueron una demostración del poder del Espíritu ...» (1 Cor 2, 4). Nos hemos limitado a los escritos paulinos porque es imposible recoger aquí todos los datos del Nuevo Testamento sobre la importancia de la experiencia religiosa en la vida cristiana.

La experiencia del Espíritu Santo era, a los ojos de los redactores del Nuevo Testamento, una marca distintiva de la condición cristiana. Cuando intentaban definirse en oposición a los no cristianos, los fieles primitivos se volvían a ella. Ellos mismos se comprendían menos como representantes de una nueva doctrina que como testigos de una nueva realidad: la presencia actuante del Espíritu Santo(17) . El Espíritu era para ellos objeto de experiencia, tanto personal como comunitaria, algo que no podían negar sin dejar, al mismo tiempo, de ser cristianos. Es preciso, por tanto, admitir que la categoría de experiencia inmediata de Dios en su Espíritu, es inherente al testimonio del Nuevo Testamento.

Intentemos determinar, de la manera más precisa posible, lo que significa esta experiencia en el contexto en que nos movemos. No se trata, sin embargo de explorar todo el campo de la experiencia religiosa en cuanto tal(18). Precisemos solamente que no se trata de una experiencia provocada por el hombre. La experiencia religiosa, en el sentido en que nosotros la entendemos aquí, es un conocimiento concreto e inmediato de Dios que se acerca al hombre(19) . Es, por ello, el resultado de un acto de Dios, comprendido por el hombre en su interioridad personal, en oposición al conocimiento abstracto que puede tenerse de Dios y de sus atributos.

No es necesario por ello oponer inteligencia y experiencia, porque esta última puede incluir un proceso reflexivo; ni experiencia y fe, pues ésta incluye siempre alguna referencia a lo experimentado.

Apliquemos lo anterior a lo que se llama, en el seno de la Renovación, «efusión del Espíritu» o, en ciertos grupos, «bautismo en el Espíritu». Según el testimonio de los que han vivido esta experiencia, cuando el Espíritu, recibido en la iniciación bautismal, se manifiesta a la conciencia del creyente, éste experimenta a menudo un sentimiento de presencia concreta. Este sentimiento de presencia corresponde a la percepción viva y personal de Jesús como Señor. En la mayor parte de los casos, este sentimiento de presencia está acompañado de la experiencia de un poder espontáneamente identificado como la fuerza del Espíritu Santo. Apropiación justificada si uno se remonta a la Escritura: «Recibiréis la fuerza (dynamis) del Espíritu Santo, que vendrá sobre vosotros» (Hech 1, 8). «...A Jesús de Nazaret le ungió Dios con el Espíritu Santo y con poder» (Hech 10, 38). «El Dios de la esperanza os colme de todo gozo y paz en vuestra fe, hasta rebosar de esperanza por la fuerza del Espíritu Santo» (Rom 15, 13; cf. 1 Cor 2, 4; 1 Tes 1, 5).

Esta fuerza se siente en relación directa con la misión y se manifiesta como una fe animosa, vivificada por una caridad que capacita para emprender y realizar grandes cosas por el Reino de Dios.

Otro reflejo característico de esta percepción, de poder y presencia, es la intensificación de la vida de oración, con un atractivo especial por la oración de alabanza, lo cual es para muchos un acontecimiento nuevo en su vida espiritual.

Esta experiencia de renovación se siente a veces como una especie de resurrección y se expresa gustosamente en términos de alegría y entusiasmo. Esto no debe hacer olvidar que, según san Pablo, la experiencia del Espíritu puede también situarse del lado de la debilidad y de la humillación (cf. 1 Cor 1, 24-30), en la sobriedad y la fidelidad de los ministerios «normales» (cf. 1 Cor 12, 28). Lleva también a la experiencia de la cruz (cf. 2 Cor 4, 10) y debe realizarse en una conversión (metanoia) continua y en la aceptación del sufrimiento redentor.

En resumen, esta experiencia es la de la inmediación personal del amor divino y de la fuerza del testimonio misionero.

Los que no conocen la Renovación sino externamente, confunden a menudo la expresión de una experiencia profundamente personal con una especie de sentimentalismo superficial. Conviene también insistir en que la experiencia de la fe concierne a todo el hombre: a su inteligencia, a su voluntad, a su corporeidad, a su afectividad. Ha existido la tendencia, en algunos medios, a situar el encuentro con Dios solamente al nivel de una fe entendida en un sentido más o menos intelectualista. En realidad este encuentro incluye también la parte emocional del hombre, porque se dirige a cristianizar a la persona entera, y se extiende hasta la afectividad más sensible.

Tal y como lo entendemos aquí, el término de experiencia religiosa puede verificarse en dos hipótesis: la de una experiencia decisiva, que sucede en un momento determinado y es susceptible de datarse con precisión; o la de una experiencia creciente, donde la presencia del Espíritu recibido en el bautismo, se manifiesta progresivamente a la conciencia del creyente.

El primer tipo de experiencia puede ser menos familiar a los católicos, aunque no sea ajeno a su tradición (piénsese, por ejemplo, en el «primer tiempo» de elección mencionado por san Ignacio en los Ejercicios Espirituales). También es cierto que este tipo de experiencia se presta a las ilusiones, aunque pueda ser vía auténtica de encuentro con Dios.

El segundo tipo de experiencia el de un crecimiento progresivo hacia la unión con Dios corresponde mejor al temperamento espiritual de numerosos católicos. Es preciso subrayar que constituye igualmente una experiencia perfectamente válida de maduración espiritual, no sin que deba ser también juzgada, como la anterior, por las reglas de un sano discernimiento.

Muchos desconfían de la experiencia religiosa, y esta desconfianza influye sobre el juicio que se forman en relación con la Renovación Carismática. Su reacción puede basarse, hay que reconocerlo, en una tradición espiritual que incluye muchas advertencias contra los riesgos de ilusión en materia de gracias extraordinarias (20).

Es preciso, sin embargo, notar que la Renovación Carismática no se sitúa exactamente en el mismo registro de experiencia espiritual que las gracias místicas, en el sentido tradicional del término. Los carismas son ministerios orientados hacia la Iglesia y hacia el mundo, antes que hacia la perfección de los individuos. Estos ministerios comprenden los mencionados por el apóstol: profecía, enseñanza, predicación, evangelización, etc. etc.

El carisma de la glosolalia(21) es el menor de los dones porque es el que menos contribuye a la edificación de la comunidad: «El que habla en lenguas, se edifica a sí mismo», declara san Pablo (1 Cor 14, 4). Su eficacia es más de orden personal que comunitario. Éste no es el caso de los demás carismas mencionados por san Pablo: «A cada cual se le otorga la manifestación del Espíritu para provecho común. Porque a uno se le da por el Espíritu palabra de sabiduría; a otro, palabra de ciencia según el mismo Espíritu; a otro, fe, en el mismo Espíritu; a otro, carisma de curaciones, en el mismo Espíritu; a otro, poder de milagros; a otro, profecía; a otro, discernimiento de espíritus; a otro, diversidad de lenguas; a otro, don de interpretarlas. Pero todas estas cosas las obra un mismo y único Espíritu, distribuyéndolas a cada uno en particular según su voluntad» (1 Cor 12, 7-11). «Él mismo dio a unos el ser apóstoles; a otros, profetas; a otros, evangelizadores; a otros, pastores y maestros, para el recto ordenamiento de los santos en orden a las funciones del ministerio, para edificación del Cuerpo de Cristo» (Ef 4, 11-12; cf. Rom 12, 6-8).

Se puede comprobar: no se trata de gracias de oración ni de dones específicamente ordenados a la perfección personal, sino de ministerios. Esto no significa que los carismas estén desprovistos de elementos místicos. Incluyen una dimensión experimental y, normalmente, una llamada a vivir una vida cristiana más auténtica. Al abrir el alma y el corazón a una percepción más inmediata de la presencia de Jesús y del poder del Espíritu, se convierten en fuente de renovación de la vida de oración.

Los carismas son, pues, esencialmente gracias ministeriales. En la medida en que son objeto de experiencia y están unidos con gracias místicas, están sujetos a las reglas tradicionales de discernimiento de los espíritus. Dado que constituyen ministerios, están sujetos a las normas doctrinales y comunitarias que regulan el ejercicio de todo ministerio en la Iglesia, es decir: la confesión de Jesús como Señor, la distinción y la jerarquía de los ministerios, su importancia relativa en cuanto a la edificación de la comunidad, su interdependencia, su sujeción a la autoridad legítima y al buen orden de la comunidad en su conjunto (cf. 1 Cor 12, 14).

Algunos tienen una cierta prevención respecto a los carismas, a los que consideran menos «normales» a causa de las ilusiones a las cuales pueden dar lugar. Es cierto que siempre es bueno tener una cierta circunspección en materia de experiencia religiosa. Pero un escepticismo sistemático en este dominio corre el riesgo de empobrecer a la Iglesia en este aspecto experiencial de su vida en el Espíritu, e incluso de desacreditar toda vida mística. No se puede admitir, pues, que con el pretexto de la prudencia, se excluya lo que forma parte integrante del testimonio de la Iglesia.

Debido a la particular atención que concede la Renovación a la experiencia carismática, algunos pueden tener la impresión de que se tiende a reducir a experiencia toda la vida cristiana. Es evidente, sin embargo, que, en conjunto, los católicos comprometidos en la renovación, reconocen la dimensión doctrinal y la exigencia obediencial de la fe. Son conscientes de que puede ser debilitada tanto por la tiranía de la experiencia subjetiva, como por la de un dogmatismo abstracto o por un formalismo ritual. El progreso espiritual no se identifica para ellos con una sucesión de experiencias gozosas, sino que hay lugar, en el seno de la Renovación, para un caminar lleno de obscuridades y tanteos, tanto como para rutas de alegría e iluminación. La experiencia carismática conduce, por lo general, a una revalorización de los demás elementos fundamentales de la tradición cristiana: la oración litúrgica, la Sagrada Escritura, el Magisterio doctrinal y pastoral.

C) ALGUNOS PUNTOS DE INTERÉS PARTICULAR

Lo que hemos dicho hasta ahora sobre los fundamentos teológicos de la Renovación, significa evidentemente que no aporta nada substancialmente nuevo a la Iglesia. Su importancia consiste en un aumento de conciencia y de disponibilidad para con los dones de Dios a su Iglesia, y es en este sentido como afecta actualmente a la vida cristiana contemporánea. Una serie de carismas que no se consideraban ya como eclesialmente estructurales -don de profecía, de curaciones, de lenguas, de interpretación- son ahora aceptados por un número creciente de cristianos como manifestaciones normales (aunque no exclusivas) del Espíritu Santo en la vida de la Iglesia local.

1. El contexto teológico-cultural

Es preciso reconocer, sin embargo, que ese resurgir de la conciencia eclesial en el seno del catolicismo, debe mucho a diversos movimientos de renovación espiritual originados en otras tradiciones. El necesario discernimiento debe tener en cuenta, no sólo consideraciones de orden estrictamente teológico, sino también la dimensión cultural del fenómeno. La forma en que los carismas se manifiestan en los movimientos de renovación no católicos, el contexto socio-cultural de la experiencia religiosa que representan y el lenguaje en que se expresan, difieren generalmente del estilo cultural que caracteriza el catolicismo. Esto no quiere decir que ese lenguaje verbal y cultural esté desprovisto de autenticidad o de enseñanza teológica.

En la perspectiva del presente documento, designaremos a esos estilos o formas de experiencia cristiana, bajo el término de «cultura teológico-eclesial».

Se trata, en concreto, de un conjunto-orgánico que incluye el sentimiento religioso, las confesiones de fe, la liturgia, la vida sacramental, la piedad popular, las formas de ministerios y de estructuras eclesiales, etc. Sin ser algo estático, puesto que emerge de la experiencia viva de una comunidad en constante evolución, de acuerdo con los lugares y los tiempos, una cultura teológico-eclesial incluye caracteres específicos que la diferencian de las demás, por encima de ciertas afinidades más o menos acusadas.

Estas culturas teológico-eclesiales no son algo absoluto. No reflejan, sino imperfectamente, la plenitud del Evangelio, y deben permanecer bajo su criterio, como indicaba el Concilio Vaticano II hablando de la autoridad doctrinal: «El Magisterio no está por encima de la palabra de Dios, sino a su servicio» (Dei Verbum, 10).

Estas diversas culturas son susceptibles de enriquecerse mutuamente. Así la cultura teológico-eclesial del pentecostalismo clásico, o del neopentecostalismo protestante, puede llamar la atención sobre ciertos aspectos de la vida eclesial que no se manifiestan suficientemente en el universo cultural del catolicismo, al menos en la vida cotidiana de las iglesias locales, a pesar de estar presentes en el testimonio de la Escritura, de la Iglesia apostólica e incluso en algunos representantes de la tradición católica. Sin embargo, aunque esos aspectos pertenezcan a la tradición católica, el estilo cultural que caracteriza la expresión de esos elementos es tal, que exigen un proceso de reintegración y asimilación a esa tradición. En otras palabras, la cultura teológico-eclesial del catolicismo debe permanecer abierta a las aportaciones de otras tradiciones, así como éstas están llamadas a enriquecerse en contacto con la nuestra.

2. Problemas de vocabulario

a) Terminología común en grupos católicos y protestantes

El empleo de términos o formulaciones idénticas en contextos teológico-eclesiales diferentes, puede producir confusión. Así en el seno del pentecostalismo clásico («Asambleas de Dios») y del neopentecostalismo protestante contemporáneo, términos tales como «conversión», «bautismo en el Espíritu», «recibir el Espíritu», «estar lleno del Espíritu», revisten significaciones específicas(22). En el contexto católico su sentido puede ser bastante diferente.

Por ejemplo, los pentecostalistas clásicos y algunos neopentecostalistas protestantes, tienen una doctrina binaria de santificación: experiencia de la conversión y experiencia del bautismo en el Espíritu Santo. Sin entrar ahora en una discusión crítica de esta doctrina, hay que reconocer que la doctrina católica de la santificación se formula en términos diferentes. Según la teología católica el don del Espíritu en su plenitud se sitúa en el inicio de la vida cristiana, no en un momento posterior(23) . Evidentemente existen momentos en los que algunos cristianos asumen nuevos ministerios en la comunidad, lo que implica un nuevo tipo de relación con el Espíritu Santo, pero eso no significa, como se afirma algunas veces, que ese momento coincida precisamente con la efusión decisiva del Espíritu en la vida cristiana. La aceptación de un cierto vocabulario de origen no católico supone, pues, para la Renovación, un riesgo en materia doctrinal. Se impone en este caso un discernimiento crítico.

b) «Bautismo en el Espíritu» para los católicos

Entre los católicos comprometidos en la Renovación, la fórmula «Bautismo en el Espíritu» puede adquirir dos significaciones.

La primera es propiamente teológica. En este sentido todo miembro de la Iglesia ha sido bautizado en el Espíritu Santo desde el momento en que ha recibido los sacramentos de la Iniciación Cristiana. La segunda es de orden doctrinal. Se refiere al momento en el que la presencia del Espíritu llega a ser experimentada en la conciencia personal. Este segundo uso del término tiene sus partidarios, aunque hay que admitir que puede crear algunas confusiones. No es fácil, ciertamente, substituirlo con una expresión plenamente satisfactoria.

Además para muchos críticos venidos de fuera del movimiento, la fórmula «bautismo en el Espíritu», parece referirse a una especie de segundo bautismo que vendría a añadirse al bautismo sacramental. Esta impresión, debemos subrayarlo, no corresponde con la convicción de los católicos comprometidos en la Renovación que, como un buen número de sus colegas protestantes, reconocen con san Pablo que no hay sino «un solo Señor, una sola fe, un solo bautismo» (Ef 4, 5).

De todas formas es exacto que, para los pentecostales clásicos y para algunos carismáticos protestantes, el «bautismo en el Espíritu», designa una nueva efusión del Espíritu, teológicamente más significativa que el bautismo de agua y a menudo separada de todo contexto sacramental. Este no es, en lo que sabemos, el caso de los carismáticos católicos, sobre todo norteamericanos, que emplean esta expresión para designar el resurgir, en la experiencia espiritual consciente, del Espíritu recibido en virtud de la Iniciación Cristiana. Esto se deduce claramente de los escritos publicados, desde los primeros años de la Renovación, por los principales dirigentes de América del Norte, pues en ellos emplean regularmente la expresión «bautismo en el Espíritu», al igual que otras expresiones sinónimas, tales como «renovación en el Espíritu», en relación con el orden sacramental(24) .

c) El «bautismo en el Espíritu» según la Escritura

En los Estados Unidos y en el Canadá, donde la Renovación comenzó a manifestarse, la expresión «bautismo en el Espíritu» está muy extendida. Es conveniente señalar que la Escritura no habla de «bautismo», sino de «ser bautizado» en el Espíritu Santo. Por otra parte, cuando, de acuerdo con el cuarto evangelio, Juan el Bautista designa a Jesús como el que «bautizará en el Espíritu Santo» (Jn 1, 13), parece que esta expresión no se refiere a un acto particular, sino al ministerio mesiánico de Jesús en su conjunto.

En los Hechos de los Apóstoles, Lucas atribuye a Jesús, cuando se apareció a sus discípulos después de la resurrección, la siguiente promesa: «Juan ha bautizado con agua, pero vosotros seréis bautizados en el Espíritu Santo dentro de pocos días» (Hech 1, 5; cf. 11, 16). Esta promesa se relaciona evidentemente, dentro del contexto de los Hechos, con la experiencia de Pentecostés. Igualmente, tanto la efusión del Espíritu sobre Cornelio y los suyos, como el bautismo que recibe después, están narrados en términos que conectan igualmente con Pentecostés (Hech 10, 47). Lo mismo sucede con el relato que hace Pedro del mismo acontecimiento a la comunidad de Jerusalén: «Había empezado yo a hablar cuando cayó sobre ellos el Espíritu Santo, como al principio había caído sobre nosotros» (Hech 11, 15).

En muchos lugares de este libro Lucas asocia claramente la efusión del Espíritu con el bautismo de agua. Así, en el primer discurso de Pedro: «Convertíos y que cada uno de vosotros se haga bautizar en el nombre de Jesucristo, para remisión de vuestros pecados y recibiréis el don del Espíritu Santo» (Hech 2, 38; cf. 9, 17-18; 19, 5-6). Este don del Espíritu está igualmente acompañado de manifestaciones de orden carismático, como la glosolalia y la profecía (Hech 2, 4; 10, 46; 19, 6).

En resumen, Lucas considera que en la experiencia de Pentecostés se cumple la promesa de Jesús relativa al bautismo en el Espíritu Santo. Pentecostés, para él, es el prototipo de las demás experiencias bautismales. El «bautismo en el Espíritu» está, pues, unido siempre, para Lucas, al bautismo sacramental recibido en la Iglesia, el cual es una especie de actualización, en beneficio de un individuo o de una comunidad particular, del acontecimiento pentecostal.

Se puede, de todas formas, notar que la expresión: «ser bautizado en el Espíritu Santo», reviste una significación ecuménica. Aunque significa un contenido teológico diferente para los católicos y los pentecostales clásicos, expresa la innegable convergencia que se manifiesta al nivel de la experiencia espiritual. Que existen, a pesar de todo, posibilidades de malentendidos, los dirigentes de la Renovación Carismática lo reconocen, por lo que están siempre a la búsqueda de un vocabulario más adecuado.

d) Legitimidad de un pluralismo terminológico

En éste, como en otros puntos, la experiencia norteamericana de la Renovación no debe ser considerada como normativa. En otros lugares se ha considerado necesario sustituir la expresión «bautismo en el Espíritu», por otras similares. En Francia y en Bélgica se habla a menudo de «effusion» del Espíritu; en Alemania de «Firmerneuerung»; en lengua inglesa se emplean a veces las expresiones «release of the Spirit» o «renewal of the sacraments of initiation». En esta búsqueda de un vocabulario adecuado, conviene vigilar para que los vocablos empleados no dañen en exceso lo que tiene de específico la Renovación en cuanto experiencia espiritual, es decir, el hecho de que la fuerza del Espíritu Santo, comunicada en la Iniciación Cristiana, llega a ser objeto de experiencia consciente y personal.

3. ¿Cómo designar la «Renovación»?

La Renovación en cuanto tal plantea también problemas terminológicos. Desde el punto de vista sociológico sería legítima calificarla de «movimiento». El inconveniente de este término es que sugiere que se trata de una iniciativa humana, de una «organización». Se procura, pues, evitarlo.

La expresión «Renovación Carismática» se utiliza en muchos países. Tiene la ventaja de poner de relieve una de las preocupaciones de la renovación: la reintegración de los carismas, en toda su plenitud, en la vida «normal» de la Iglesia, tanto local como universal. Sin embargo tiene también sus inconvenientes. Produce en ciertos observadores la impresión de que la Renovación tiende a apropiarse de algo que pertenece a la naturaleza misma de la Iglesia (esto lo contestan, evidentemente, los iniciados: ellos no intentan apropiarse los carismas, como la renovación litúrgica no pretendió apropiarse los sacramentos y la plegaria de la Iglesia).

Otra objeción. Algunos tienen la impresión de que el término «carismático» evoca exclusivamente las manifestaciones menos habituales del Espíritu: glosolalia, profecía, curación, etc., mientras los dirigentes y los teólogos de la Renovación insisten sobre el hecho de que se trata de un redescubrimiento de la acción del Espíritu Santo según todos sus aspectos.

En ciertos lugares se evita la expresión «Renovación Carismática», y se prefiere hablar de «renovación espiritual», o simplemente de «renovación». Esta opción permite, efectivamente, ahorrarse las dificultades antes mencionadas, pero muchos han señalado que esa expresión podría acreditar la idea de un cierto monopolio, siendo así que existen diversas formas de renovación en la Iglesia.

En resumen, cualquiera que sea la terminología empleada, es conveniente vigilar para que no cree confusión en cuanto a la naturaleza y a las finalidades de la realidad eclesial que designa. Este problema de vocabulario no está, por otra
parte, desprovisto de importancia teológica: señala, a su manera, el hecho de que, a los ojos de los que la viven, la Renovación se conecta con la vida profunda de la Iglesia y con lo que constituye el corazón mismo de toda vida cristiana.

4. Discernimiento de espíritus

Cuando se trata de un afloramiento a la conciencia y de manifestaciones sensibles de la presencia del Espíritu, la cuestión de un discernimiento no puede dejar de estar presente.

El Espíritu Santo se comunica a personas concretas. La experiencia de su presencia entra, pues, en el campo experimental de cada una de esas personas. Esta no queda abolida, sino iluminada con una nueva luz. La experiencia de sí y la experiencia del Espíritu se encuentran íntimamente unidas, aunque conviene no confundirlas. A este respecto, aunque la Renovación incluye elementos de experiencia que le son propios, no busca criterios de discernimiento distintos de los de la teología mística tradicional.

La enseñanza de san Pablo sobre el discernimiento en materia de carismas (1 Cor 12-14) es clara: estas manifestaciones «espirituales» deben ser atentamente examinadas(25) . San Pablo no insinúa con ello que los carismas no tengan importancia para la Iglesia, o que pudiera, sin daño, prescindirse de ellos. Pero sigue siendo cierto que cada vez que alguien habla en lenguas o profetiza, no se encuentra, automática ni necesariamente, bajo la influencia del Espíritu Santo.

El primer principio de discernimiento formulado por san Pablo, es el siguiente: «...nadie, hablando por influjo del Espíritu de Dios, puede decir: ‘¡Anatema sea Jesús!’; y nadie puede decir: ‘¡Jesús es el Señor!’ sino por influjo del Espíritu Santo» (1 Cor 12, 3). Conviene también recordar la advertencia del Evangelio: «No todo el que diga: Señor, Señor, entrará en el Reino de los Cielos» (Mt 7, 21).

Trátese de Jesús o de otras verdades de fe, las normas de rectitud moral y doctrinal, deben aplicarse en este discernimiento que es él mismo un carisma del Espíritu (cf. 1 Cor 12, 10; 1 Jn 4, 1-6).

Toda la comunidad debe participar en este discernimiento y, en la comunidad, algunas personas más particularmente cualificadas, sea por su formación teológica; sea por su lucidez espiritual. La responsabilidad pastoral del obispo debe jugar un papel decisivo en este discernimiento. Así está enseñado en el Vaticano II: «El juicio sobre la autenticidad (de los carismas) corresponde a los que presiden en la Iglesia, los cuales deben no apagar el Espíritu, sino probarlo todo y retener lo que es bueno» (Lumen Gentium, 12).

D) PROBLEMAS DE VALORACIÓN

Los que tienen responsabilidad pastoral en la Renovación Carismática desean estar informados de las cuestiones que suscita y de las dificultades que plantea. He aquí algunas de las más importantes.

1. ¿Elitismo?

Debido a la atención que dispensa a la experiencia religiosa y a ciertos dones considerados menos «normales» (profecía, don de curaciones, don de lenguas) la Renovación parece crear una clase especial en el seno de la Iglesia. Los que han tomado conciencia de la presencia de la acción del Espíritu, y los que ejercen algún carisma, como la profecía, son sospechosos de constituir una categoría superior de cristianos. Ciertas personas, ajenas a la Renovación, piensan que el hecho de tener una experiencia religiosa o ejercer un carisma es índice de santidad. De hecho la Renovación reconoce que la presencia de un don espiritual no constituye una prueba de madurez espiritual. Además los carismas son considerados, por los que los gozan, como una llamada a una mayor santidad. Como hemos dicho la Renovación no limita los carismas a una minoría; afirma más bien que el Espíritu se da a cada uno en el bautismo y que cada Iglesia local, al igual que la Iglesia Universal, debe permanecer abierta a todos los dones.

2. ¿Acentuación de la afectividad?

Algunos se sienten a disgusto en presencia de una expresión demasiado personal del sentimiento religioso. Ven en ello una forma de sentimentalismo. Ciertamente el peligro existe, pero, en la mayor parte de los casos, no se da en la Renovación católica un emocionalismo o afectividad excesiva. Por el contrario debemos señalar que muchos católicos que no pertenecen a la Renovación, confunden «expresión religiosa personal» y «expresión emocional»; identifican experiencia religiosa y sentimentalismo, siendo así que se trata de realidades diferentes. Aunque haya que distinguirlas la afectividad y la experiencia se superponen, la experiencia se obtiene con todo el ser. En la cultura occidental se tiende demasiado a reducir la expresión religiosa a actos de inteligencia y voluntad, y se considera inconveniente el exteriorizar los sentimientos religiosos en público, incluso moderadamente. Este intelectualismo en el culto, ha producido una cierta esterilidad en la teología, en la predicación y en la actividad litúrgica.

El intelectualismo en la fe reposa, parece, sobre una concepción equivocada del hombre, pues no es solamente la parte racional de la persona la que ha sido salvada y llamada a dar culto a Dios. Una persona es un ser capaz de pensar, de querer, de sentir, de amar, de temer, de esperar, y es el hombre todo entero el que debe actuar cuando se trata de orar. Nada, en la persona, debe excluirse de este acto. En la Biblia la alianza entre Dios y el nuevo Israel, se expresa en términos de esponsales y la relación entre Dios y los creyentes es la de un padre respecto a sus hijos. No es normal, por tanto, que estas relaciones se expresen en el culto solamente en función del intelecto y la voluntad. La alianza y la relación filial implican necesariamente una respuesta sin restricción que compromete a la persona entera: inteligencia, voluntad, capacidad de amar, de temer, de esperar. Por otra parte es claro que un exceso emocional, con el pretexto de respuesta personal a Dios, rebajaría la fe del creyente y pondría en peligro su equilibrio psíquico.

La «Renovación» insiste particularmente sobre la dimensión personal de la fe en los medios donde el catolicismo se presenta como un fenómeno puramente cultural. Lo que se podría llamar un «catolicismo sociológico» se da allí donde las formas exteriores se mantienen sin que exista un verdadero asentimiento interior; allí donde las expresiones de fe se transmiten de unos a otros sin que exista un verdadero compromiso personal. En la edad adulta no se puede ser cristiano si falta el compromiso personal en la fe. Cada adulto debe asumir personalmente el bautismo que recibió en su infancia. Este intento de favorecer la decisión y el compromiso personal en la adhesión de fe, va de acuerdo con la línea de actuación recomendada por el Vaticano II. La Constitución Pastoral sobre «la Iglesia en el mundo» habla de «el espíritu crítico más agudizado que purifica la vida religiosa de un concepto mágico del mundo y de residuos supersticiosos y exige cada vez más una adhesión verdaderamente personal y operante de la fe, lo cual hace que muchos alcancen un sentido más vivo de lo divino» (Gaudium et Spes, 7).

En algunas culturas contemporáneas, de acuerdo con las costumbres y las conveniencias, algunos comportamientos se consideran inaceptables desde el punto de vista social. En estas culturas profetizar, rezar en lenguas, interpretar, curar, etc., no son actividades que las costumbres sociales admitan ejercer a adultos maduros y responsables. Las personas que actúan de esa forma, se alejan de las formas normales de comportamiento y no son tolerados, sino con un cierto embarazo, en las relaciones sociales.

Es legítimo preguntarse si la aceptabilidad social constituye una norma de comportamiento digna de un cristiano. El Evangelio proclama unas verdades y postula unas actitudes que no son siempre fáciles de aceptar desde el punto de vista social. La cuestión se plantea así: ¿Cuáles son los criterios de comportamiento de un cristiano? ¿Las costumbres de una sociedad determinan plenamente sus normas de moralidad?

3. ¿Excesiva importancia atribuida al don de lenguas?

Ya hemos hablado de la cuestión de la glosolalia(26) en la segunda parte, «Fundamento teológico», y la volveremos a encontrar en la quinta parte, «Orientaciones pastorales». A medida que pasa el tiempo las exageraciones que han podido producirse en este dominio, tienden a desaparecer. La Renovación toma conciencia, cada vez con más fuerza, de su verdadera finalidad: la plenitud de vida en el Espíritu Santo y el ejercicio de sus dones en vista de la proclamación de Jesús como Señor.

4. ¿Huida del compromiso temporal?

Hay que abordar el problema de la relación entre una experiencia espiritual, tal y como es vivida en la Renovación, y el compromiso del cristiano en la construcción de un mundo más justo y fraternal. Esta cuestión tan compleja no puede tratarse aquí de forma exhaustiva.

La estrecha unión que existe entre experiencia espiritual y compromiso social se desprenderá progresivamente de la vida de la Renovación. En muchos lugares está ocurriendo ya. Así en México, y en otros países de América Latina, algunos cristianos comprometidos desde años en la lucha contra la opresión económica y política, declaran que han encontrado en la Renovación motivos para su compromiso social(27) . Han encontrado en ella la inspiración de un compromiso más responsable y más fraternal. Otros afirman que la Renovación les ha revelado la manera cómo se unen su fe cristiana y sus preocupaciones sociales. Algunos grupos de América del Norte y de Europa han experimentado también la misma reconciliación de experiencia espiritual y compromiso social. En muchos grupos, sin embargo, esta reconciliación debe todavía realizarse.

Para hacerlo conviene tomar en consideración los elementos siguientes. Por una parte la enseñanza social de la Iglesia, sobre todo los encíclicas papales y la Constitución pastoral sobre «La Iglesia en el mundo actual» (Gaudium et Spes), donde se manifiesta claramente que el Espíritu invita a la Iglesia, hoy más que nunca, a estar activamente presente en la promoción de la justicia y la paz para todos los hombres. Por otra parte, los frutos evidentes de la Renovación Carismática llevan también la marca de la llamada del Espíritu dirigida a toda la Iglesia. El Espíritu Santo, fuente divina de comunicación y reconciliación, no puede contradecirse. Las dos llamadas del Espíritu, a la renovación espiritual y al compromiso social, son indisociables.

La Renovación, es cierto, es esencialmente un acontecimiento espiritual y, en cuanto tal, no puede considerarse como un programa de estrategia social y de política cristiana. Sin embargo, como lo fue ya en el nacimiento de la Iglesia en Pentecostés, la Renovación es un acontecimiento que reviste una dimensión pública y comunitaria. Ha originado diversas formas de comunidades que no son exclusivamente espirituales y pueden identificarse sociológicamente. La Renovación, por lo tanto, parece ser portadora de un poderoso dinamismo social.

Sería preciso añadir algo más a propósito de las potencialidades de esas comunidades y grupos de oración como fuerzas sociales. Una comunidad o un grupo de oración constituye una zona de libertad, de confianza y participación mutua, en cuyo seno las relaciones interpersonales pueden alcanzar un profundo nivel de comunión, gracias a una apertura común al Espíritu de amor. De gran importancia para las potencialidades de estos grupos es el factor de la amplia participación de todos en la vida de la comunidad (28). Cada uno de los miembros es invitado a participar en la vida de oración y en la edificación de la asamblea, al igual que en ciertas formas de servicio o de ministerio hacia el grupo. Esto tiende a hacer del grupo una comunidad de intensa participación, por lo que la vida del grupo constituye una experiencia social significativa que no puede dejar de tener un impacto en otras áreas de relaciones humanas, por ejemplo en el dominio económico. La primera comunidad cristiana ofrecía un ejemplo notable de un grupo de participación intensa cuyo dinamismo interno tenía implicaciones sociales y económicas: «Todos los creyentes vivían unidos y tenían todo en común vendían sus posesiones y sus bienes y repartían el precio entre todos, según la necesidad de cada uno» (Hech 2, 44-45).

La oración privada y colectiva ha dado a menudo un poderoso impulso a la acción, purificándola de todo orgullo, odio o violencia. Además, la experiencia de la oración carismática no cesa de recordar que la supresión de la injusticia social requiere, al mismo tiempo que un análisis competente y medios de acción adecuados en materia política, económica y social, una conversión incesante de corazón (metanoia) que sólo puede lograrse mediante la acción del Espíritu Santo y la aceptación del Evangelio. Las personas y grupos de tendencias políticas opuestas, que el Espíritu Santo y el Evangelio reconcilian en el arrepentimiento, la intercesión y la alabanza, se sienten llevados a extender esta reconciliación, por medidas muy concretas, al dominio social, económico y político. En el Espíritu Santo toda la creación es llevada a la comunión. Podemos esperar que un proceso de maduración arrastrará a la Renovación en la línea de nuevas actividades sociales y políticas en la Iglesia y en el mundo. Una renovación que logre su madurez, dará testimonio de la totalidad del misterio de Cristo y de su Evangelio, participando en la liberación completa de la humanidad.

5. ¿Una renovación importada del protestantismo?

La existencia de movimientos de renovación parecidos (tales como el Pentecostalismo clásico o el Neopentecostalismo), anteriores a la renovación católica, pueden dar la impresión de que la Renovación es esencialmente un producto de importación protestante. Es exacto que, cronológicamente, la renovación protestante ha precedido a la católica. Sin embargo su fundamento no es otro que el de la tradición católica. Este fundamento se encuentra, en efecto, en el testimonio del Nuevo Testamento y en la vida de la Iglesia primitiva, algo poseído en común con los católicos. Lo que encarna la Renovación es, pues, tan cristiano y católico como la Escritura y la experiencia de la Iglesia post-apostólica (29)

Aunque los movimientos protestantes hayan precedido a la renovación católica, ésta, desde sus inicios, fue consciente de que no se trataba de tomar, sin criticarlas previamente, la exégesis fundamentalista y la teología sistemática de algunas de esas tradiciones. Además había que evitar, igualmente, adoptar en la renovación católica, sin examen crítico, ciertas expresiones culturales propias de tradiciones protestantes.

La renovación católica reconoce, sin embargo, su deuda de gratitud para con los hermanos protestantes que han llamado su atención sobre elementos que pertenecen al testimonio del Nuevo Testamento y a la naturaleza de la Iglesia. La renovación católica reconoce también en la renovación que se manifiesta entre nuestros hermanos protestantes, un movimiento auténtico del Espíritu Santo.

Es oportuna señalar que la Renovación Carismática actual no es el primer movimiento de renovación en la historia de la Iglesia, y que tampoco es el único movimiento de renovación que anima en la actualidad la vida de la Iglesia. El cardenal Newman hablaba del «vigor crónico» que permitía a la Iglesia renovarse sin cesar. Ella lo hace en virtud de sus fuentes que son constitutivas de su naturaleza y que pertenecen a su estructura interna. Estas fuentes son esos dones que le han sido dados porque es el pueblo de Dios, el cuerpo de Cristo y el templo del Espíritu Santo.

6. ¿Fundamentalismo bíblico?

Uno de los frutos más importantes de la Renovación es un profundo amor a la Escritura. En las reuniones de oración se lee y saborea la Escritura como un acto de oración, en el espíritu de la lectio divina tradicional.

Esta forma espontánea, léase popular, de recurrir a la Escritura, ¿supone un peligro de fundamentalismo bíblico? Es necesario situar debidamente la cuestión. Lo que algunos consideran fundamentalismo, podría no serlo del todo. Así, algunos exegetas recientes creen poder interpretar las curaciones realizadas por Jesús, relatadas en los Evangelios, como narraciones simbólicas, sin referencia directa a la historia. Cuando laicos, desprovistos de formación técnica, consideran esos relatos como históricos, su interpretación no es fundamentalista por ello; incluso puede que su interpretación sea preferible a la de los exegetas, expertos en ciertas disciplinas científicas, pero poco cuidadosos en leer las Escrituras como creyentes según su sentido «espiritual».

La mayor parte de los grupos de oración y de las comunidades, cuentan además con sacerdotes y laicos competentes en materia bíblica. Sin embargo es importante subrayar que no es indispensable que cada creyente que lee la Biblia sea un exegeta cualificado, ni que cada grupo de oración tenga que contar con un exegeta entre sus miembros. Todo cristiano puede y debe acercarse a la Biblia con sencillez, porque es el libro del pueblo de Dios. Siempre que permanezca dispuesto a dejarse iluminar por la interpretación que le ofrece la fe viviente de la Iglesia, no corre el peligro de caer en esa interpretación individual y en ese literalismo estrecho que definen el fundamentalismo.

E) ORIENTACIONES PASTORALES

Ante la imposibilidad de tratar todos los aspectos pastorales de la Renovación, nos contentaremos con abordar algunos problemas particulares. Somos conscientes del carácter provisional de estas orientaciones que hablan de la Renovación de acuerdo con las modalidades que ha asumido hasta el presente. No tenemos la intención de fijar la Renovación en su forma actual, ni de prejuzgar las evoluciones ulteriores que puedan nacer bajo la inspiración del Espíritu Santo (30).

Queriendo permanecer en la Iglesia y de la Iglesia, este movimiento estima que, cuanto más crezcan sus miembros en Cristo, más se integrarán, igualmente, los elementos carismáticos en la vida cristiana, sin perder nada de su poder ni de su eficacia, y serán considerados cada vez más como «cristianos» y cada vez menos como «pentecostales» o «carismáticos»(31) .

La experiencia ha demostrado que este proceso de, maduración, que debe conducir a una integración más completa en la vida de la Iglesia, requiere una etapa inicial caracterizada por la formación de «grupos», cuyo foco principal es la Renovación Carismática. Sin pretender que los carismas no se manifiestan sino en el seno de los grupos carismáticos de oración, se puede establecer una distinción entre los «grupos de oración espontánea» y los grupos que existen en la línea de la Renovación Carismática.

1. Estructuras y organización

Aunque un mínimo de organización y de estructuras sea necesario, se puede sin embargo considerar el fenómeno actual como una renovación en el Espíritu o, de forma más precisa, como una renovación de la vida bautismal (bautismo, confirmación, eucaristía) y no ante todo como un «movimiento organizado». En efecto, las estructuras operativas existentes en la Renovación corresponden a los servicios a prestar y no a una organización de tipo jerárquico. Por esta razón la parte directiva incluida en estas estructuras no comporta ningún carácter jurídico. Parece preferible mantener estructuras nacionales e internacionales muy flexibles que permitan un discernimiento mucho mayor de lo que «ocurre» en la Iglesia.

Uno de los desarrollos más importantes de la Renovación católica es la profundización del sentido comunitario. Esta evolución hacia la comunidad reviste formas distintas: asociaciones de tipo informal, grupos de oración, comunidades vida, etc. A través de estas expresiones comunitarias, la Renovación testimonia que la vida en Cristo por el Espíritu, no es únicamente privada e individual. En estas comunidades se encuentran posibilidades de instrucción, de ayuda mutua, de plegaria común, de consejo, al igual que una aspiración hacia una comunidad más vasta. La Renovación desea favorecer una gran variedad de estructuras comunitarias. Al tiempo que se alegran del desarrollo de las «comunidades de vida» (es decir grupos en los que los miembros se ligan a la comunidad y a su vida por un compromiso específico), muchos miembros de la Renovación están de acuerdo en reconocer que un paso prematuro hacia una comunidad de vida puede ser perjudicial (32). El estilo de vida que se requiere en semejantes comunidades, no representa necesariamente el ideal a perseguir por todos los grupos carismáticos.

Es normal que la Renovación contribuya según modalidades muy distintas al resurgir eclesial. Es también legítimo que la formación doctrinal propuesta a los que quieren integrarse en el movimiento, al igual que las estructuras o el estilo de organización nacional o regional, se diversifiquen según las necesidades de cada situación.

Los miembros de la Renovación deben la misma obediencia que los otros católicos a los pastores legítimos y gozan como ellos de la libertad de opinión y del derecho de dirigir una palabra profética a la Iglesia. Se adhieren a las estructuras de la Iglesia en cuanto expresan su realidad teológica, y guardan plena libertad en relación con los aspectos puramente sociológicos de esas estructuras.

2. La dimensión ecuménica

Es evidente que la Renovación Carismática es ecuménica por su misma naturaleza. Numerosos protestantes neopentecostales y pentecostales clásicos viven la misma experiencia y se unen a los católicos para dar testimonio de lo que el Señor opera entre ellos. La Renovación católica se alegra de lo que el Espíritu Santo realiza en el seno de otras Iglesias. El Vaticano II ha invitado a los católicos «a no olvidar que todo lo que sucede por la gracia del Espíritu Santo en nuestros hermanos separados, puede contribuir a nuestra edificación» (Unitatis Redintegratio, 4).

Sin juzgar aquí los méritos respectivos de otras culturas eclesiales, admitimos plenamente que cada Iglesia intenta realizar la renovación en la línea y según las modalidades de su propia historia. Esto vale igualmente para los católicos.
Es preciso mucho tacto y discernimiento para no extinguir lo que el Espíritu está a punto de obrar, en las Iglesias, para reunir a los cristianos. Una delicadeza semejante se precisa para que la dimensión ecuménica de la Renovación no se convierta en ocasión de división y en piedra de tropiezo. Una gran sensibilidad para con las necesidades y las concepciones de los miembros de otras Iglesia es perfectamente compatible con la fidelidad de los católicos o de los protestantes a sus propias Iglesias. En los grupos ecuménicos hay que vigilar para ponerse de acuerdo sobre la forma de preservar la unidad fraternal sin dañar la autenticidad de la fe de cada miembro. Este acuerdo, realizado en un espíritu ecuménico, debe formar parte de la instrucción otorgada a todos los que desean integrarse en la vida de un grupo de oración.

3. La acción carismática del Espíritu

En el seno de la Renovación hay dos formas de concebir la naturaleza de los carismas.

Para algunos los carismas proféticos (profecía, lenguas, curaciones) son dones en el sentido de que el beneficiario adquiere una capacidad radicalmente nueva, goza de una facultad de la que no disponía anteriormente. Esta concepción subraya la acción de Dios que dota a la comunidad cristiana de capacidades de un «orden diferente» que no poseen las demás comunidades. Estos «poderes» no son una simple reorientación y elevación sobrenatural de capacidades naturales. Según esta forma de ver las cosas, Dios comienza a actuar, en la comunidad, de una manera nueva y que, aparentemente, reviste el carácter de una intervención más allá de la historia. Los que mantienen esta opinión consideran este acto de Dios en la comunidad como «milagroso». Conceden, por tanto, una gran importancia a la novedad de los carismas y a la forma en que se distinguen de las facultades naturales elevadas por la Iglesia.

Otros miembros de la Renovación, entre los que se encuentran numerosos teólogos y exegetas, consideran los carismas como una «dimensión» nueva que toma la vida de la comunidad bajo la poderosa acción del Espíritu. La novedad consiste en la animación por el Espíritu -de forma más o menos extraordinaria- de una capacidad que pertenece a la plenitud de la humanidad. En esta perspectiva, el hablar en lenguas, la profecía, no les parecen radical y esencialmente diferentes de la verbalización que se produce también en las culturas no cristianas; se diferencian -como todo carisma respecto a los dones naturales- por su modo (33)y su finalidad. Son sobrenaturales no sólo porque están orientados hacia el servicio del Reino, sino porque se realizan por la fuerza del Espíritu. Los miembros teológicos de la Renovación llaman justamente la atención sobre el peligro que supone exagerar el carácter sobrenatural y milagroso de los carismas, como si cada manifestación del Espíritu constituyera algo milagroso. Subrayan también la ambigüedad de toda acción humana, sobre todo cuando es religiosa.

Por otra parte todos están de acuerdo en poner en guardia contra una concepción de los dones que los redujera a no ser sino simples expresiones de estados psicológicos o a no cumplir sino algunas funciones puramente sociológicas. Aunque un carisma esté en relación con capacidades que pertenecen a la plenitud de la naturaleza humana, no es propiedad de una persona, porque es un don y una manifestación del Espíritu (1 Cor 12, 7). El Espíritu dispone soberanamente de sus dones y actúa con demostración de poder. Esta es la razón por la que los que aceptan la interpretación de la mayor parte de los teólogos y exegetas, no contestan la realidad de las intervenciones inmediatas de Dios en el seno de la historia, tanto en el pasado, como en el presente y en el futuro.

4. El don de lenguas

La función esencial de carisma de lenguas es la oración. Parece estar asociado, de forma específica, a la oración de alabanza: «...todos les oímos hablar en nuestra lengua las maravillas de Dios» (Hech 2, 11). «...el don del Espíritu había sido derramado también sobre los gentiles, pues les oían hablar en lenguas y glorificar a Dios» (Hech 10, 45-46).

Sin embargo este carisma es el que suscita mayor desconfianza entre las personas que no están comprometidas con la Renovación. Además le conceden una importancia que están lejos de atribuirle la mayoría de los grupos carismáticos. Estos subrayan que la existencia de este don está fundado exegéticamente y que era corriente en algunas comunidades neotestamentarias. Atestiguado en los escritos paulinos y en los Hechos, el don de lenguas no se menciona, sin embargo, en los evangelios, si no es en el final de Marcos y como de pasada, en un versículo que es canónico pero probablemente no de Marcos: «Éstas son las señales que acompañarán a los que crean: «en mi nombre expulsarán demonios, hablarán en lenguas nuevas...» (Mc 16, 17). Este don, humilde, pero espiritualmente beneficioso para algunos, no pertenece a lo esencial del mensaje evangélico.

Es difícil valorar correctamente la importancia de este carisma aislándolo del marco de la oración. El «hablar en lenguas» permite a los que gozan de este carisma orar a un nivel más profundo. Es preciso comprender este don como una manifestación del Espíritu en la oración. Si algunas personas estiman este carisma, es porque aspiran a orar mejor, y a ello les ayuda precisamente el carisma de las lenguas. Su función se ejerce principalmente en la oración privada.

La posibilidad de orar de forma preconceptual, no objetiva, tiene un valor considerable para la vida espiritual: permite expresar por un medio preconceptual lo que no se puede expresar conceptualmente. El orar en lenguas es para la oración normal, lo que la pintura abstracta, o no figurativa, para la pintura ordinaria. La oración en lenguas actualiza una forma de inteligencia de la que incluso los niños son capaces (34). Bajo la acción del Espíritu el creyente ora libremente sin expresiones conceptuales. Es una forma de orar entre otras. Pero la oración en lenguas ocupa a la totalidad de la persona, incluidos sus sentimientos, sin que esté necesariamente ligada a una excitación emocional.

Este carisma se está haciendo cada vez más frecuente en la Iglesia contemporánea. Esta es la razón por la que los especialistas de nuestros días investigan exegética y científicamente sobre él. Es preciso, por ejemplo, llevar a cabo serias investigaciones para determinar si el don de lenguas, en ciertos casos, se expresa en una lengua conocida, o no. Pero es evidente que lo esencial de la renovación no reside en el don de lenguas. Es igualmente claro que la renovación católica no lo vincula de forma necesaria a las realidades espirituales recibidas en los sacramentos de iniciación.

La Renovación Carismática no tiene como objetivo, evidentemente, el lograr que todos los cristianos oren en lenguas. Desea, sin embargo, llamar la atención sobre la totalidad de los dones del Espíritu -entre los que se encuentra el de lenguas- y abrir las Iglesia locales a la posibilidad de una manifestación de todos esos dones entre sus fieles. Estos dones pertenecen a la vida normal, cotidiana, de la Iglesia local y no deberían ser considerados como excepcionales o extraordinarios.

5. El don de profecía

En el Antiguo Testamento el Espíritu estaba tan ligado a la profecía que se pensaba que cuando el último de los profetas muriera, el Espíritu abandonaría Israel.

Según el profeta Joel la edad mesiánica comenzará cuando el Señor derrame su Espíritu sobre toda la humanidad: «Decidlo a vuestros hijos; que vuestros hijos lo digan a sus hijos, y sus hijos a la generación siguiente» (Jl 1, 3).

En el nuevo Israel el Espíritu no se derrama solamente sobre algunos profetas elegidos, sino sobre toda la comunidad: «quedaron todos llenos del Espíritu Santo y se pusieron a hablar en otras lenguas, según el Espíritu les concedía expresarse» (Hech 2, 4). «Acabada su oración, retembló el lugar donde estaban reunidos, y todos quedaron llenos del Espíritu Santo y predicaban la palabra de Dios con valentía» (Hech 4, 31). La Iglesia primitiva consideraba este don del Espíritu como el privilegio exclusivo de los cristianos. Para muchos de los cristianos de esta época -pero no para S. Pablo-, el don de profecía era la manifestación suprema del Espíritu en la Iglesia. Dado que según el testimonio del Nuevo Testamento el Espíritu era el agente creador de la vida en la Iglesia, no dudaban en afirmar -como el mismo S. Pablo- que los cristianos forman parte de «una construcción que tiene como cimiento los apóstoles y los profetas» (Ef 2, 20). S. Pablo coloca a los apóstoles a la cabeza de los carismáticos y más de una vez menciona a los profetas inmediatamente después de los apóstoles: «Y así los puso Dios en la Iglesia, primeramente como apóstoles; en segundo lugar como profetas...» (1 Cor 12, 28). «Misterio que en generaciones pasadas no fue dado a conocer a los hombres, como ha sido ahora revelado a sus santos apóstoles y profetas por el Espíritu» (Ef 3, 5). «El mismo dio a unos ser apóstoles; a otros profetas; a otros evangelizadores; a otros pastores y maestros» (Ef 4, 11). Admitido que el Espíritu Santo es como el origen y fuente de toda la vida eclesial, también el profeta tenía su plaza fundamental en el ministerio y misión de la Iglesia.

El carisma de profecía pertenece, pues, a la vida ordinaria de toda Iglesia local y no debe considerarse como una gracia excepcional. Una profecía auténtica nos permite conocer la voluntad y la palabra de Dios, proyecta la luz de Dios sobre el presente. La profecía exhorta, advierte, reconforta y corrige; contribuye a la edificación de la Iglesia (1 Cor 14, 1-5). Es preciso usar juiciosamente de la profecía, sea predictiva o directiva. No se puede actuar en conformidad con una profecía predictiva sino después de haberla comprobado y haber obtenido confirmación por otros medios.

Como ocurre con otros dones, una declaración profética puede variar en calidad, en poder y en pureza. Está también sujeta a un proceso de maduración. Además las profecías pueden ofrecer una variedad de tipos, modos, finalidades y expresiones. La profecía puede ser simplemente una palabra de ánimo, una admonición, un anuncio, o una orientación para la acción. No se puede, por tanto, recibir e interpretar todas las profecías de una misma forma.

El profeta es miembro de la Iglesia y no está de ninguna manera por encima de ella, aunque tenga que confrontarla con la voluntad y la Palabra de Dios. Ni el profeta ni su profecía constituyen por ellos mismos la prueba de su propia autenticidad. Las profecías han de someterse a la comunidad cristiana y a los que ejercen las responsabilidades pastorales. «En cuanto a los profetas, hablen dos o tres, y los demás juzguen» (1 Cor 14, 29). Cuando sea necesario deben someterse al discernimiento del obispo (Lumen Gentium, 12).

6. La liberación del mal

Los autores del Nuevo Testamento estaban convencidos de que el poder de Jesús sobre los demonios era un signo de la presencia del Reino de Dios (Mt 12, 8) y de la naturaleza específica mesiánica del poder espiritual ejercido por Jesús. Por ser el Mesías tiene poder sobre los demonios y lo ejerce por el Espíritu Santo (Mt 12, 28). Cuando envió a sus discípulos con la misión de proclamar el Reino mesiánico, les dio «autoridad sobre los espíritu impuros» (Mc 6, 10; Mt 10, 1). Durante el período post-apostólico este aspecto del testimonio neotestamentario se incorporó a los ritos prebautismales del catecumenado y algunos elementos subsisten todavía en nuestro rito bautismal actual.

La renovación Carismática se ha fijado en este aspecto del testimonio neotestamentario y en esta historia post-apostólica. Eliminar por completo este aspecto de la conciencia cristiana significaría una infidelidad para con el testimonio bíblico. En la Renovación Carismática, como lo prueba la experiencia, algunas personas han recibido una apreciable ayuda de un ministerio autorizado que se ha dedicado a vencer la influencia demoníaca. Es cierto, también, que esta influencia no debe considerarse necesariamente como una «posesión». Es preciso evitar una preocupación excesiva en relación con lo demoníaco y una práctica irreflexiva del ministerio de la liberación. Una y otra serían una distorsión de los datos bíblicos y perjudicarían la acción pastoral.

Esforzándose por evitar una interpretación fundamentalista de la Escritura, la Renovación llama la atención sobre la importancia de las curaciones en el ministerio de Jesús. Entre los poderes del Mesías se encuentra el de curar los enfermos: «Entonces se despegarán los ojos de los ciegos, y las orejas de los sordos se abrirán. Entonces saltará el cojo como un ciervo, y la lengua del mudo lanzará gritos de júbilo» (Is 35, 5-6). «En aquel momento curó a muchos de sus enfermedades y dolencias y de malos espíritus, y dio vista a muchos ciegos. Y les respondió: «Id y contad a Juan lo que habéis visto y oído: Los ciegos ven, los cojos andan, los leprosos quedan limpios, los sordos oyen, los muertos resucitan, se anuncia a los pobres la Buena Nueva» (Lc 7, 21-22): Este aspecto del ministerio de Jesús forma de tal modo parte integrante de su autoridad que, en los relatos de su actividad, está ligado a la predicación del Evangelio: «Recorría Jesús toda Galilea, enseñando en sus sinagogas, proclamando la Buena Nueva del Reino y sanando toda enfermedad y toda dolencia en el pueblo» (Mt 4, 23).

Estas curaciones son signos que invitan a la fe en Jesús y en el Reino. Cuando el Mesías confía a sus discípulos su misión apostólica, les manda hacer lo que él mismo hace: «Y llamando a sus doce discípulos, les dio poder sobre los espíritus inmundos para expulsarlos, y para sanar toda enfermedad y toda dolencia» (Mt 10, 1). «Sanad enfermos, resucitad muertos, limpiad leprosos, expulsad demonios» (Mt 10, 8). La orden de predicar el Evangelio incluye el poder de sanar a los enfermos y de proclamar: «El Reino de Dios está cerca de vosotros» (Lc 10, 9). Después de la resurrección y de la ascensión de Jesús, las
curaciones realizadas por los discípulos proclaman que Jesús, que ha resucitado y subido al cielo, está sin embargo presente en la Iglesia mediante el poder de su Espíritu: «Por mano de los apóstoles se realizaban muchas señales y prodigios en el pueblo... hasta tal punto que incluso sacaban los enfermos a las plazas y los colocaban en lechos y camillas, para que al pasar Pedro, siquiera su sombra cubriese a alguno de ellos» (Hech S, 12-15).

La Renovación desea volver a integrar este aspecto del testimonio bíblico y de la experiencia post-apostólica en la vida actual de la Iglesia. Ésta es la razón por la que promueve toda reflexión sobre la relación que existe entre curación y vida sacramental, sobre todo la eucaristía, la penitencia y la unción de los enfermos. Una de las tareas de la Renovación es proponer modelos para el ejercicio del ministerio de curación en un contexto sacramental explícito o implícito. Es evidente que el carisma de curación no debe impedir el que se recurra a los cuidados médicos; este carisma y la ciencia médica son, en planos diferentes, instrumentos de Dios que es el único que cura.

Al tiempo que se aborda seriamente el testimonio del Nuevo Testamento sobre el ministerio de la curación, no se debe perder de vista que una aproximación fundamentalista a estos textos comprometería la revalorización de los carismas. No se puede entender este ministerio como si fuera algo que eliminara el misterio del sufrimiento redentor.

7. La imposición de las manos

La imposición de las manos, tal y como es practicada en la Renovación, no es un rito mágico ni un signo sacramental (35).En la Escritura reviste una gran variedad de significados, puede ser una bendición, una oración por la curación de un enfermo, la transmisión de un ministerio en la comunidad, la petición del don del Espíritu. En la Renovación Carismática es la expresión visible de la solidaridad en la plegaria y de la unidad espiritual de la comunidad.

Cuando la imposición de manos se usa para pedir que el Espíritu Santo, ya recibido en el sacramento de la iniciación, sea acogido en una experiencia consciente, no se considera como una repetición de la imposición de manos sacramental que ejecuta el sacerdote en el bautismo y el obispo en la confirmación. Expresa, más bien, una plegaria para que el Espíritu ya presente sea más activo en la vida del individuo y en la comunidad. También significa que los que están presentes entregan explícitamente a Cristo el don de su persona para un mejor servicio en la Iglesia. En teología dogmática se considera como un «sacramental» este uso de la imposición de las manos.

CONCLUSIONES

Es prematuro hablar de los frutos que la Renovación aporta a la Iglesia. Sin embargo se pueden indicar algunos dominios en los que la experiencia y la reflexión teológica de la Renovación han rendido algunos servicios tanto a la Iglesia local como a la universal.

1. La Renovación manifiesta un dinamismo notable en el dominio de la evangelización. La restauración de una relación personal con Jesús y la experiencia vivida de la fuerza del Espíritu, han logrado que los miembros de la Renovación sean conscientes de esa «fuerza» que les permite proclamar el Evangelio, suscitar la fe de los otros y estimularla para que se desarrolle y crezca.

Recibir el Espíritu obliga a cambiar de corazón (metanoia) y mueve a llevar a los otros al reconocimiento del señorío de Jesús.

El movimiento ha intentado actualizar formas de evangelización capaces de hacer oír, a las sociedades y a los individuos del mundo no cristiano, la llamada evangélica a creer en Jesucristo y a seguirle como Señor y Salvador.
En diversos países ha elaborado programas de catequesis para adultos, procurando lograr un compromiso personal y auténtico para con Jesús y su Iglesia.

Esta catequesis insiste tanto sobre el contenido de la fe, como sobre la necesidad de un encuentro personal con Jesús; también conduce a menudo a un compromiso renovado y a una participación más activa en el culto y en la misión.

2. La relación con Cristo es vivida en su dimensión comunitaria. Nadie va solo hacia Dios; se va en comunidad, en cuanto miembro del Cuerpo de Cristo, del pueblo de Dios.

Esta toma de conciencia explica por una parte el desarrollo impresionante de las comunidades: grupos de oración, comunidades de vida. Son desarrollos legítimos.

La insistencia sobre la comunidad, en cuyo seno laicos y sacerdotes viven en común, contrasta con el individualismo de nuestro tiempo. Una vida comunitaria de este tipo reposa sobre diversos ministerios basados en los carismas, en ella reina un intercambio de servicios mutuos. Todos los miembros de estas comunidades participan activamente en la oración y se puede ver en ello una expresión de la naturaleza de la Iglesia. La Renovación no pretende, sin embargo, aferrarse a ninguna forma o estructura, permanece abierta a todo lo que el Señor espera de ella y a las necesidades siempre nuevas de la Iglesia y del mundo.

Se comprende, por tanto, que se desarrolle, en la Renovación, un profundo amor a la Iglesia y una confiada fidelidad para con sus pastores.

3. La experiencia del poder del Espíritu no produce únicamente una toma de conciencia de la realidad y de la presencia de Jesús; hace nacer, igualmente, una nueva especie de deseo: deseo de oración (especialmente de alabanza) y deseo de la Palabra de Dios. Esta presencia de Dios permite establecer relaciones personales en un nivel de mayor profundidad. Así se explica que muchos hayan experimentado una renovación en su vida matrimonial o una comunión más profunda en sus relaciones familiares y profesionales. Experimentando conscientemente las gracias bautismales, muchos cristianos han llegado a redescubrir, no sólo el bautismo y la eucaristía, sino toda la vida sacramental.

4. Toda forma de renovación incluye una referencia a los orígenes de la Iglesia, a la vida de las comunidades primitivas y a su fuente de vida: el Espíritu Santo. Pero no hay que olvidar que el Espíritu Santo y sus carismas no han estado jamás ausentes en la historia de la Iglesia. Así se explica el interés de la Renovación por las manifestaciones carismáticas del Espíritu. Aunque esto sea legítimo, se podría tener la impresión de que la Renovación tiende a privilegiar algunas doctrinas, prácticas o realidades neatestamentarias, en particular los carismas, y a exagerar su importancia en el Nuevo Testamento. En realidad la Renovación pide simplemente a la Iglesia que reconozca que los escritos neotestamentarios no aíslan el Espíritu de su manifestación en los carismas, ni los carismas de la proclamación integral del Reino. El Espíritu y la totalidad de sus dones forman parte integrante del Evangelio de Jesús, y las comunidades primitivas los han considerado indisolublemente unidos a la noción de «cristiano» v a la vida eclesial. La Renovación no intenta crear, en el seno de la Iglesia, un grupo particular que se especializaría en el Espíritu Santo y en sus dones; busca más bien favorecer la renovación de la Iglesia local y universal suscitando un redescubrimiento de la plenitud de vida en Cristo por cl Espíritu, y esto incluye también los carismas.

5. La Renovación ve, en la enseñanza social de la Iglesia, un signo evidente de que el Espíritu llama a estar activamente presente en la promoción de la justicia y de la paz para todos los hombres. Los que están ya comprometidos en programas de reforma social descubren que la Renovación los pone al servicio de los demás en un nivel más esencial.

6. Comprobamos, finalmente, una estimación renovada por la vocación sacerdotal y por la vocación religiosa, al igual que una profundización de esas vocaciones en los que se encontraban ya comprometidos.

Como Juan XXIII, Pablo VI ha declarado, en la audiencia general del 29 de noviembre de 1972 (36) : «La Iglesia tiene necesidad de un continuo Pentecostés». La Renovación Carismática es una de las manifestaciones de este Pentecostés.

Todos los que tienen responsabilidad pastoral deberían permanecer abiertos a esta manifestación -y a otras- de la presencia y de la fuerza del Espíritu. Los que están comprometidos en la Renovación invitan a los obispos y a los sacerdotes a participar en sus reuniones, a fin de que descubran la Renovación internamente y reciban información de primera mano sobre su naturaleza. Sería rechazable el que no la conozcan sino externamente y de oídas.

Haciéndose eco de la palabra del Apocalipsis: «Estad atentos a lo que el Espíritu dice a las iglesias» (Ap 2, 17), la Renovación pide a los que presiden las Iglesias «no extingáis el Espíritu... examinadlo todo y quedaos con lo bueno» (1 Tes 5, 19-21).



BIBLIOGRAFIA SOBRE LA RENOVACIÓN CARISMÁTICA CATÓLICA

Una bibliografía exhaustiva exigiría ya demasiadas páginas. La presente bibliografía, en la que se presentan principalmente las publicaciones en lenguas románicas, es selectiva. En un apéndice final se encontrarán algunas obras básicas sobre el Pentecostalismo Clásico. La ordenación de estos escritos responde a un proceso razonable y temático, pensado en un servicio práctico a los lectores.


1.- CENTROS DE DOCUMENTACIÓN

Distribution Center. Charismatic Renewal Services Inc., 237 North Michigan. South Bend, Indiana 46601. Este centro difunde libros, discos y cassettes, bajo el nombre de Servant Publications. (Servant Books; Servant Music; Servant Cassettes).

Servicios de Renovación Carismática Católica Inc., Apartado 1, Aguas Buenas. Puerto Rico 00607. Es un centro importante, de lengua castellana, de documentación y propaganda de la Renovación Carismática, bajo el nombre de Publicaciones Nueva Vida.

Secretaría de la Coordinación Nacional. Renovación Carismática Católica, c/ Almagro, 25. Madrid-4.

Servicios de la Renovación Carismática. C/ Modolell, 41. Barcelona-21. Teléfono 211 04 50.

1977 International Directory of Catholic Charismatic Prayer Groups. Anuario donde se indican las direcciones de los diversos grupos a nivel internacional, sus responsables, y los días y lugares de oración, etc... Esta edición incluye más de 4.500 grupos. La confrontación de las diversas ediciones permite constatar el progreso de la Renovación Carismática advirtiendo que no todos los grupos han podido ser inventariados.


NOTAS

1. Este texto, elaborado por Kilian: McDONNELL, OSB., de quien es también la redacción final, y por los otros miembros del equipo internacional reunidos en Malinas, ha sido firmado por cada uno de ellos, a saber: Carlos Aldunate; SJ. (Chile), Salvador Carrillo, MSPS. (México), Ralph Martin (USA), Albert de Monleon - OIP. (Francia), Kilian McDONNELL, OSB. (USA), Heribert Mühlen (Alemania), Veronica O'Brien (Irlanda) y Kevin Ranaghan (USA). Los miembros del equipo internacional expresan su agradecimiento a Paul Lebeau, SJ. y a Marie-André Houdart, OSB, por la ayuda prestada como secretarios y traductores.

2. Los teólogos consultados fueron: Avery Dulles, SJ. (USA), Yves Congar, OP. (Francia), Michael Hurley, SJ. (Irlanda), Walter Kasper (Alemania), René Laurentin (Francia), y Joseph Ratzinger (Alemania).

3. Cf. E. D. O'Connor, La Renovación Carismática en la Iglesia Católica. Lasser Press Mexicana, México 1973, J. CONNOLLY, The Charismatic Movement: 1967-1970, en As the Spirit leads Us, editado por K. y D. RANAGHAN. Paulist Press, Nueva York 1971, pp. 211-232.


4. Ecclesia nº 1621 (9 diciembre 1972) p. 1685.

5. Ecclesia nº 1644 (2 junio 1973) p. 671.

6. Cf. G. HASENHÜTTI, Carisma. Principio fondamentale per l'ordinamento della Chiesa. Ediz. Dehoniane (Bolonia 1973); K. RAHNER, Lo dinámico en la Iglesia. Herder (Barcelona 1968); W. KASPER, Fe e historia. Sígueme (Salamanca 1974), pp. 253-260.

7. Cf. K. MCDONNEL - A. BITTLINGER, Baptism in the Holy Spirit as an Ecumenical Problem. Charismatic Renewal Services (Notre Dame 1972).

8. Nota en la Biblia de Jerusalén (Desclée, Bilbao) en Juan 1, 33. Cf. R. E. BROWNN, The Johannine Sacramentary Reconsidered. Theological Studies 23 (1962) pp. 197-199; F. M. BRAUN, Jean le théologien: sa théologie: le Mystère de Jésus-Christ. GabaIda (Paris 1966), pp. 86-87..

9. Cf. H. MÜHLEN.Etv, Die Firmung als sakramentale Zeichen der Heilsgeschichtlichen Selbstüberlieferung des Geistes Christi. Theologie und Glaube 57 (1967) p. 280.

10. Adversus Haereses III, 24, 1: PG 7, 966 (Sources Chrétiennes n° 34, p. 401).

11. Cf. J. KREMER, Begeisterung und Besonnenheit: Zur heutigen Berufung auf Pfingsten, Geisterfahrung und Charisma. Diakonia 5 (1974) p. 159.

12. Cf. A. P. MILNER, Theology of Confirmation (Theology Today, 26). Fides (Notre Dame 1971).

13. Cf. Adversus Haereses III, 24, 1: PG 7, 966 (Sources Chrétiennes n.9 34, p, 401); V, 6, 1: PG 7, 1136-8 (S.C. n.° 153, pp. 75-77); Démonstration de la prédication apostolique 99: PO 12, 730-1 (S.C. nº 62, p. 169); Adversus Marcionem V, 8 (Corpus Christianorum I, 685-688); L. CERFAUX, Le don de I'Esprit, en Le Chrétien dans la théologie paulienne. Du Cerf (Paris 1962), pp. 219-286; H. MÜHLEN, Der Beginn einer neuen Epoche der Geschichte des Glaubens. Theologie und Glaube 64(1.974) p. 28-45. Este último artículo aparece resumido en Selecciones de Teología 55 (1975) pp. 207-214.

14. Cf. K. McDONNEL, The Distinguishing Characteristics of the Charismatic-Pentecostal Spirituality, One in Christ 10 (1974) pp. 117-128.

15. Cf. D. MOLLAT, The Role of Experience in New Testament Teaching on Baptism and the Coming of the Spirit. One in Christ 10 (1974) pp. 129-147.

16. Cf. J. D. G. DUNN, Baptism in the Holy Spirit (Studies in Biblical Theology, Second Series, nº 15). Alec R. Allenson (Naperville 1970), pp. 124, 125, 132, 133, 138, 149 y 225.

17. Cf. G. EBELING, The Nature of Faith. Muhlenberg Press (Philadelphia 1961), p. 102.

18. 107. Cf. W. KASPER, Fe e Historia. Sígueme (Salamanca 1974), pp. 49-81, donde escribe sobre las posibilidades de la experiencia de Dios en la actualidad.

19. Cf. F. GRÉGOIRE, Note sur les termes «intuition» et «expérience». Revue Philosophique de Louvain 44 (1946) pp. 411-415. DE JESÚS, Vida y Obras de San Juan de la Cruz. BAC (Madrid 1946), pp. 260- 263; S

20. Cf. CRISÓGON ubida del Monte Carmelo, caps. 29-31 del libro II, pp. 667-675; GABRIEL DE SANTA MARÍA MAGDALENA, Visions and Revelations in the Spiritual Life, Newman Press (Westminster 1950), p. 66.

21. Es preciso evitar el separar un texto particular de san Pablo y elaborar a partir de él un concepto genérico de carisma. Es inaceptable colocar en una misma categoría el apóstol y el que habla en lenguas, aunque ellos tengan ciertas cualidades comunes. Para san Pablo, el apostolado no es un don espiritual entre otros, ni tampoco es el primero entre todos los dones, sino que es más bien la totalidad de estos dones: su conjunto se llama la misión. Aún más, el don de profecía, considerado como una función constitutiva de la Iglesia, no debe ser confundido con la profecía de la Iglesia postapostólica, aunque ellos tengan características comunes. Los profetas unidos a los apóstoles ejercen una función constitutiva (cf. Ef 2, 20), que más tarde los profetas no tendrán. Ellos eran también beneficiarios de las revelaciones (cf. Ef 3, 5), las cuales tienen relación con la estructura interna de la Iglesia. Esto no se dice tampoco de los profetas ulteriores. Cf. H. SCHÜRMANN, Los dones espirituales de la gracia. La Iglesia del Vaticano II. Dirig. por G. BARAÚNA, Juan Flors, (Barcelona 1966) vol. I, pp. 579-602. Esta posición de ningún modo puede identificarse con la que relega los carismas a la edad apostólica.

22. Cf. W. J. HOLLENWERGER, The Pentecostals. Augsburg Publishing House (Minneapolis 1972); V. SYNAN, The Holiness Pentecostal Movement. W. B. Eerdmans (Grand Rapids 1971); C. KRUST, Was wir glauben, lehren und bekennen. Missionsbuchhandlugn und Verlag (Altdorf bei Nürnberg 1963); D. R. BENNET, The Holy Spirit and You. Logos International (Plainfield, Nueva Jersey 1971).

23. La relación del Espíritu con la vida cristiana se considera aquí dentro de la unidad del rito de la Iniciación. No es cuestión de abordar el tema de saber cuántas efusiones del Espíritu pueden existir en aquél. Se sabe que los Santos Padres han llegado a admitir diversas efusiones del Espíritu en ese rito, aunque ellos hablen en el contexto de la integridad del rito de la Iniciación. Cf. J. LECUYER, La confirmation chez les Péres. La Maison-Dieu 54 (1958) pp. 23-52.

24. Cf. K.D. RANAGHAN, Pentecostales Católicos. Logos International (Plainfield, Nueva Jersey 1971); D. RAvncFUtv, Baptism in the Holy Spirit, en As the Spirit Leads us, ed. por K. D. RANAGHAN, Paulist Press (Nueva York 1971), pp. 8-12; S. B. CLARK, Baptized in the Spirit. Dove Publications (Pecos Nuevo México 1970), p. 63; S. TUGWELL, Did you receive the Spirit? Darton, Longman et Todd (Londres 1972) (reimpreso 1975), cc. 5º y 6º; D. GELPI, Pentecostalism: A theological Viewpoint. Paulist Press (Nueva York 1971), pp. 180-184; H. CAFFARE, Faut-il parler d'un Pentecótisme catholique? Du Feu Nouveau (Paris 1973). Gelpi y Caffarel refieren la experiencia del Espíritu más bien a la confirmación y no al bautismo. Lo mismo hace en Alemania H. Mühlen. Cf. Espíritu, Carisma y Liberación. Secretariado Trinitario (Salamanca 1975), p. 242. Cf. también F. A. SULLIVAN, Baptism in the Holy Spirit: A Catholic Interpretation of the Pentecostal Experience. Gregorianum 55 (1974) pp. 49-68.

25. Cf. S. TUGWELL, The Gift of Tongues according to the New Testament. The Expository Times 86 (Febr. 1973) pp. 137-140.

26. Cf. nota en la Biblia de Jerusalén (Desclée, Bilbao), en Hechos 2, 4

27. Cf. J. RANDALL, Social Impact: A Mater of Time. New Covenant 2 (Oct. 1972) pp. 4, 27; J. BURKE, Liberation. New Covenant 2 (Nov. 1972) pp. 1-3, 29; F. Mc NUTT, Pentecostals and Social Justice, New Covenant 2 (Nov. 1972) pp. 4-6 y 30-32.

28. Cf. S. B. CLARK, Building Christian Communities. Ave Maria Press (Notre Dame 1972).

29. Cf. K. RANAGHAN, Catholics and Pentecostals..., pp. 136-138.

30. Cf. J. H. NEWMAN, An Essay on the Development of Christian Doctrine (V, 7). Longmans, Green (Londres 1894), pp. 203-206.

31. Cf. C.B. BELL, Manual del Equipo. Para el Curso de la Vida en el Espíritu (México 1972), p. 1; Seminários de Vida no Espírito. Manual da Equipe. Loyola (Sao Paulo 1975), pp. 11-12.

32. Cf. C. B. BELL, Charismatic Communities: Questions and Cautions, New Covenant 3 (Jul. 1973) p. 4.

33. En este sentido escribe G. MONTAGUE, Baptism in the Spirit and Speaking in Tongues: A Biblical Appraisal. Theology Digest 21 (1973) p. 351. Este ensayo viene incluido en su libro The Spirit and the Gifts. Paulist Press (Nueva York 1974).

34. Cf. W. J. SAMARIN, Tongues of Men and Angels. McMillan (Nueva York 1972), pp. 34-43

35. Cf. 7. BEHM, Die Handauflegung im Urchristentum in religionsgeschiehtlichen Zusamenhang Untersucht. A. Deichert (Leipzig 1911); J. COPPENS, L'imposition des mains et les rites conexes dans le Nouveau Testament et dans l'Eglise Ancienne. J. Gabalda (Paris 1925); N. ADLER, Laying on of Hands. Sacramentum Verbi. Herder and Herder (Nueva York 1970).

36. Ecclesia nº 1621 (9 diciembre 1972) p. 1685.



DOCUMENTO DE MALINAS 2



CARDENAL L. J. SUENENS
ECUMENISMO Y RENOVACIÓN
CARISMÁTICA



ORIENTACIONES TEOLÓGICAS
Y PASTORALES

Titulo original: Edición en francés:
Oecuménisme et Renouveau Charismatique,
Orientations théologiques et pastorales.
Edición en inglés: Ecumenism and Charismatic Renewal:
Theological Orientations.

Servant Books, Ann Arbor, Michigan 48107. U.S.A.
Copyright © 1978 by Leon Joseph Suenens.
Tradujeron al castellano: Ignacio y Rodolfo Puigdollers.
PREÁMBULO

Este estudio analiza las relaciones entre el Ecumenismo y la Renovación Carismática en una perspectiva católica. Lo he interrumpido varias veces y lo he vuelto a emprender, porque era muy delicado de escribir, no sólo por la eclesiología, sino también por la complejidad de las situaciones ecuménicas en varios países. Tanto en uno como en otro aspecto he querido resaltar los aspectos de carácter universal.

Estas páginas podrían servir como base para dar una enseñanza de profundización en seminarios o sesiones de estudio. Incluyen un sistema de numeración que facilita esta forma de estudio en grupo.

Quisiera dar las gracias al P. Paul Lebeau S.J. por su preciosa colaboración teológica y, con él, a mis amigos, los teólogos de varios países y confesiones que, de palabra o por escrito, han expresado su reacción ante estas páginas.
Asimismo debo expresar mi profunda gratitud a Steve Clark, a Verónica O'Brien y a Ralph Martin: su sensibilidad ecuménica, su experiencia y comprensión de las situaciones concretas me han ayudado a elaborar las orientaciones pastorales de este estudio.

Por último, hago extensivo mi reconocimiento a Iodos los autores mencionados en estas páginas; su ciencia así como su experiencia ecuménica y carismática me han ayudado a aproximar esas poderosas corrientes de gracia que e! Espíritu Santo está uniendo para renovar hoy su Iglesia.
L. J. Cardenal SUENENS
Arzobispo de Malinas – Bruselas

PREFACIO

Estas páginas son continuación del estudio titulado: Orientaciones teológicas y pastorales sobre la Renovación Carismática Católica (1974) conocido con el nombre de ''Documento de Malinas".

He aquí pues el segundo documento de la serie. Su finalidad es mostrar cuál es la aportación específica que la Renovación Carismática puede proporcionar al movimiento ecuménico, que tiende a reunir de nuevo a los cristianos divididos.

Puesto que es importante tener tina comprensión clara y exacta de lo que es la contribución específica de la Renovación, empezaré por recordar brevemente cuál es el alcance y la finalidad del movimiento ecuménico como tal. A continuación trataré de explicar cómo la Renovación Carismática, por su parte y en su propia línea, puede ayudar a promover el movimiento ecuménico.

De aquí surge la primera pregunta: ¿Qué es la corriente ecuménica?
En pocas palabras, yo contestaría que es la confluencia de los esfuerzos convergentes de cristianos que, bajo el impulso del Espíritu, desean restaurar la unidad visible de la Iglesia de Jesucristo.

Esta respuesta suscita toda una serie de preguntas:
- ¿Qué entendemos por "unidad" que hay que "restaurar"?
- ¿Qué entendemos por unidad "visible"?
- ¿Qué entendemos por "la Iglesia de Jesucristo"?

La convergencia de tales esfuerzos dependerá de la respuesta que demos a cada una de estas preguntas. Pero el Ecumenismo no es tan sólo un ideal que deban definir claramente y perseguir, contra viento y marea, algunos cristianos aislados, que se sienten responsables de este proyecto: es un imperativo para cada cristiano en virtud del bautismo común a todos los seguidores del Evangelio. El deber de la unión tiene hoy una nueva urgencia por causa del estado de angustia moral y descristianización del mundo. Esto también se debe expresar claramente.

Del Ecumenismo pasaré a hablar de la corriente carismática para hacer ver cómo, a su nivel, puede contribuir a acercar a los cristianos de diferentes confesiones, ofreciéndoles un lugar de encuentro ecuménico privilegiado: "la Comunión en el Espíritu Santo", una comunión que les abre a Dios y a sus hermanos.

Sin embargo, no basta evocar una misma experiencia común, una misma adhesión al Espíritu: si nuestro ecumenismo ha de ser sincero y profundo, también tenemos que comprender lo que significan tales expresiones.

Una ver esto haya sido aclarado, estaremos en la mejor disposición para poder hablar de la inmensa esperanza de unidad entre cristianos que encierra en sí el ecumenismo espiritual y al que la Renovación Carismática puede aportar un nuevo flujo de vida.

El centrarse en el ecumenismo espiritual no significa pasar por alto la importancia de la acción ecuménica en otros sectores, como el social, el económico o el político. Sino que parece que la Providencia asigna a la Renovación Carismática un papel específico lleno de promesas para el futuro, haciéndola instrumento de fraternales y profundos encuentros entre cristianos que se unen "perseverantes y unánimes" en oración - oración cuyo prototipo fue la del Cenáculo en Jerusalén en la vigilia de Pentecostés.

Después, entrando en el terreno de la vida concreta de cada día, trazaremos un "modus vivendi", lo más adaptado posible a la complejidad y variedad de situaciones: y esto, con vistas a prevenir todo lo que pudiera poner dificultades al acercamiento de los espíritus y de los corazones, garantizando al máximo el respeto mutuo.

Como conclusión, invito a todos los cristianos -empezando por nosotros los católicos- a la conversión que todos necesitamos para ser fieles a la voluntad de Dios sobre la unidad de su Iglesia, así como para responder a las esperanzas, conscientes o latentes, de aquellos que entre nosotros y a través nuestro buscan reconocer el rostro de su único y común Salvador: nuestro Señor Jesucristo.

Este estudio va dirigido en primer lugar a los católicos que desean respetar la doctrina de la Iglesia y vivir sus aplicaciones. Su intención es de paz, no de polémica ni de discusión. Espero que sea leído atentamente y que ofrezca material de estudio a los grupos, seminarios, y congresos de la Renovación.

Espero que posteriormente otros escritores sigan analizando y desarrollando su contenido, de forma que se profundicen más sus principios y se extiendan sus aplicaciones. El Ecumenismo sólo es viable en un clima de respeto mutuo; a cada uno de nosotros nos pide que sepamos reconocer la identidad personal de nuestros compañeros. Su ley suprema sigue siendo la misma que formuló mi ilustre predecesor, el Cardenal Mercier, que con ocasión de las célebres "Conversaciones de Malinas", que iniciaron el diálogo ecuménico entre Roma y la Iglesia Anglicana (1921-1926), escribió:

-Tenemos que encontrarnos para conocernos,
-conocernos para amarnos,
-amarnos para unirnos.

1 LA CORRIENTE ECUMÉNICA


A. HISTORIA Y ACTUALIDAD
1. Dos movimientos del Espíritu Santo

1. Todo cristiano tiene el deber de escuchar atentamente "lo que el Espíritu dice a las Iglesias".

En cada época, el Espíritu habla a los suyos con invitaciones y acentos diferentes, que todos tienden a hacernos vivir el Evangelio "en Espíritu y verdad".

Demasiado absorbidos por los acontecimientos del día, resulta difícil oír los murmullos del Espíritu, porque Él nos habla en voz baja y es preciso prestar mucha atención para escucharle. Naturalmente nosotros no sintonizamos con su longitud de onda.

En la hora actual, percibimos algo así como un doble llamamiento, una doble corriente de gracias. Son otras tantas interpelaciones del Espíritu:

- La corriente ecuménica recuerda a los cristianos de cualquier obediencia que la Iglesia debe ser una, tanto para ser fiel a su mismo ser: "Sed uno como mi Padre y yo somos uno"; como para ser creída: "Para que el mundo sepa que Tú me has enviado" (Jn 17,21).

-En forma paralela otra corriente, más reciente, atraviesa las Iglesias: la corriente carismática. Ella recuerda a los cristianos que el Espíritu es el soplo vital de su Iglesia, que su presencia activa y poderosa está siempre operante en la medida en que nuestra fe, nuestra esperanza y nuestra audacia le permitan obrar.

2. La corriente ecuménica.

2. Como sabemos, el ecumenismo recibió un nuevo impulso en 1910, en el Congreso de Edimburgo, Escocia, bajo el estímulo de pastores misioneros protestantes que sentían la angustia de llevar a los países de misión un Evangelio controvertido y de exponer públicamente nuestras querellas y divisiones allí donde hubiera sido necesario conjugar todas las fuerzas cristianas para anunciar conjuntamente a Jesucristo. El teólogo reformado Lukas Vischer, secretario ejecutivo de la Comisión "Fe y Constitución" del Consejo Ecuménico de las Iglesias, ha dicho muy justamente: "La Iglesia dividida presenta al mundo un Evangelio contradictorio”

No vamos a hacer aquí la historia de los esfuerzos desplegados con vistas a hacer cesar el escándalo de la división y promover la unidad visible de los cristianos. Desde Edimburgo, el movimiento de acercamiento ha progresado por etapas importantes: Amsterdam (1948), Evaston (1954), New Dehli (1961), Upsala (1968), Nairobi (1975).

Como resultado de este esfuerzo, el movimiento hacia la unidad visible tiene ya un Consejo Mundial (Amsterdam, 1948), una carta y una definición. Es importante hacer notar que el Consejo Ecuménico de las Iglesias de ningún modo pretende ser una súper-Iglesia a escala mundial. La definición adoptada en New Dehli fue como sigue:

"El Consejo Ecuménico es una unión fraternal de Iglesias que reconocen al Señor Jesucristo como Dios y Salvador según las Escrituras, y que se esfuerzan en responder conjuntamente a su vocación común para la gloria del Dios único, Padre, Hijo y Espíritu Santo."

El Consejo aspira a reunir a todos los cristianos en la triple vocación que les es común: vocación de testimonio (martvria), de unidad (koinonia), y de servicio (diaconia).

Al propio tiempo, el mismo deseo de unidad se ha manifestado entre otros Cristianos que no son miembros del Consejo Ecuménico de las Iglesias. La Comunión Evangélica Mundial, y varias asociaciones nacionales de evangélicos, son el testimonio del mismo movimiento del Espíritu entre los evangélicos, muchos de los cuales no pertenecen a las Iglesias que están en el Consejo Ecuménico.

La reciente Conferencia de Lausana fue un testimonio particularmente poderoso del deseo de los cristianos de conseguir una unidad más sincera para una misión efectiva.

3. El Ecumenismo y Roma

3. La Iglesia Católica Romana, en un principio reservada y reticente por temor a un relativismo dogmático, poco a poco acabó por entrar en la corriente ecuménica.

Todos sabemos el papel representado por los precursores: el P. Portal, los cardenales Mercier y Bea, y los teólogos que rompieron brecha: Dom Lambert Beauduin, Yves Congar, por no mencionar más que algunos.

Los que dieron un impulso decisivo fueron el Papa Juan XXIII y el Concilio Vaticano II, cuyos textos sobre la Constitución de la Iglesia (Lumen Gentium) y sobre el Ecumenismo (Unitatis redintegratio) forman la carta eclesiológica que ningún fiel católico puede ignorar.

Juan XXIII creó un clima nuevo desde su primer encuentro con los observadores de otras Iglesias, que habían sido invitados por él al Concilio. Con una franqueza y sinceridad que le ganaron los corazones desde el primer momento, les dijo: "Aquí no tratamos de hacer el proceso del pasado, no deseamos probar quién tenía la razón y quién no la tenía. Todo lo que queremos decir es eso: Reunámonos de nuevo y pongamos fin a nuestras divisiones".

El Vaticano II hizo ver claramente que "el Espíritu sopla donde quiere" y reconoció la riqueza de su presencia en las Iglesias o comunidades cristianas fuera de su seno.

"Es necesario -declara el Concilio- que los católicos reconozcan y aprecien con alegría los valores realmente cristianos que tienen su origen en el patrimonio común y que encontramos entre nuestros hermanos separados. Es justo y saludable reconocer las riquezas de Cristo y su poder operativo en la vida de aquellos que dan testimonio por Cristo, llegando a veces incluso hasta el derramamiento de su sangre: porque Dios es siempre admirable y debe ser siempre admirado en sus obras. Es necesario asimismo no olvidar que todo lo que se opera por la gracia del Espíritu Santo en nuestros hermanos separados puede contribuir a nuestra edificación. Nada de lo que es realmente cristiano se opone nunca a los verdaderos valores de la fe, sino que, por el contrario, puede contribuir a acercarnos aún con mayor perfección al misterio de Cristo y de la Iglesia" (Decreto sobre el Ecumenismo, nº 4).


4. Conexión y convergencia

4. Durante este mismo período histórico - es decir, a partir de 1900 - se ha visto surgir en la Iglesia otra corriente espiritual importante, conocida bajo el nombre global de "pentecostalismo", aunque se presenta con diferentes ramificaciones: En el capítulo siguiente nos referimos brevemente a su historia y alcance, sin tratar de hacer un estudio exhaustivo sino solamente para situar a la Renovación Carismática en la perspectiva ecuménica.

Nosotros, los católicos, debemos reconocer que nuestra apertura "ecuménica" ha sido lenta y que nuestra apertura "carismática", que por otra parte todavía no ha sido plenamente lograda, también ha venido "de afuera" de nuestras filas.

Creemos que la Renovación Carismática está llamada a realizar una vocación ecuménica, pero asimismo creemos que el ecumenismo encontrará en aquélla una gracia de profundización espiritual y, en caso de necesidad, un complemento o un correctivo.

Sentimos que el Espíritu Santo nos invita a comprender el vínculo profundo que une las dos corrientes, como si fueran dos brazos de un mismo río que nacen de una misma fuente, y riegan las mismas riberas, para dirigirse hacia el mismo mar.

Es normal que la acción multiforme del Espíritu no se manifieste al principio en toda su profunda simplicidad. Retrocediendo en el tiempo nos damos cuenta que la corriente ecuménica y la corriente carismática, consideradas en sus aguas profundas, se refuerzan mutuamente y que en realidad se trata de una misma acción, de un mismo impulso de Dios, de una misma lógica interior. La Iglesia no puede estar plenamente "en estado de misión" sin estar "en estado de unidad", y no puede estar en estado de unidad si no está "en estado de renovación”. Misión evangélica, ecumenismo, renovación en el Espíritu, todo ello es una sola cosa, y solamente los ángulos de visión son diferentes.

En pura lógica, y como condición previa, la renovación espiritual debería preceder al ecumenismo. Ésta fue la intuición de Juan XXIII, al convocar el Concilio.

En lógica de vida, el Espíritu Santo opera simultáneamente de muchas maneras. Esto nos invita a comprender mejor la conexión vital entre ecumenismo y renovación. Se ha dicho con mucha razón que el ecumenismo es el movimiento de los cristianos hacia la unidad por medio de la misión y de la renovación espiritual. Comentando esta afirmación, escribe el Padre J. G. Hernando, del Secretariado Español para los Asuntos Ecuménicos:

"Las prioridades son: renovación, unidad cristiana, misión. Evidentemente se trata de una actividad simultánea con una relación causal más bien que de momentos cronológicamente distintos. No esperamos a haber terminado la renovación para trabajar por la unidad. A la vez que trabajamos en renovarnos, trabajamos en unirnos. Y mientras hacemos esto, debemos al mismo tiempo colaborar en la misión. Se trata de labores que hemos de realizar simultáneamente, si bien es cierto que la eficacia de la misión dependerá de la unidad que antes se haya obtenido, y esta última, de la renovación eclesial previamente lograda. Todo esto quiere decir que las prioridades antes señaladas dependen unas de otras. Pero no dejan de ser prioridades" (1)

5. La urgencia ecuménica

5. a "Cristianizar a los cristianos”. Esta urgencia salta la vista si echamos una mirada al estado de cristianización del mundo cristiano. Sin recurrir a las estadísticas ni a la sociología, basta que nos hagamos esta pregunta:

"¿Estamos nosotros, los cristianos, verdaderamente cristianizados? Esta interpelación nos obliga a todos a unir nuestros esfuerzos para convertirnos cada día más en auténticos discípulo del Señor. En un libro que causó sensación (Le christianisme va-t-il mourir?) el profesor Delumeau, profesor de Historia en la Sorbona, se plantea esta pregunta: "¿Hemos sido nosotros verdaderamente cristianizados?". La Historia, que este autor recorre a vista de pájaro, se nos muestra repleta de enseñanzas sobre el particular. En los primeros tiempos hubo una verdadera evangelización de adultos; posteriormente se inició una era en la que se bautizaba ya en la infancia. La sociedad pasó a ser cristiana de nombre, cristiana sociológicamente. A partir de entonces la cristianización se consideró como algo ya definitivamente conseguido, y fue sostenida por todo el contexto social y transmitida por vía hereditaria. Delumeau tiene razón para formular su pregunta. Nosotros hemos sido, en efecto, sacramentalizados. Pero que hayamos sido evangelizados, cristianizados como adultos responsables, es otra cuestión completamente diferente.

6. b. Llevar juntos el evangelio al mundo. La misma urgencia advertimos también cuando se trata de realizar "hacia afuera" nuestro deber de evangelización. Este deber nos interpela a todos, si queremos obedecer al Señor, que pide a los suyos nada menos que llevar el Evangelio a toda criatura.

En la magnífica exhortación apostólica sobre la evangelización -fruto del trabajo colectivo del Sínodo de 1974- Pablo V I escribe:

"La fuerza de la evangelización se verá muy disminuida si los que anuncian el Evangelio están divididos entre sí por toda clase de rupturas. ¿No será tal vez ésta una de las grandes debilidades de la evangelización en nuestros días? En efecto, si el Evangelio que proclamamos aparece desgarrado por querellas doctrinales, por polarizaciones ideológicas o por condenas reciprocas entre cristianos, en consonancia con sus diferentes visiones de Cristo y de la Iglesia e incluso a causa de sus diversas concepciones de la sociedad y de las instituciones humanas, ¿cómo no se sentirán perturbados o desorientados, cuando no escandalizados, aquellos a los que se dirige nuestra predicación? El testamento espiritual del Señor nos dice que la unidad entre sus discípulos no es sólo la prueba de que somos suyos, sino la prueba también de que Él es el enviado del Padre, "test" de credibilidad de los cristianos y del mismo Cristo. Como evangelizadores, debemos ofrecer a todos no ya la imagen de hombres divididos y separados por querellas nada edificantes, sino la imagen de personas maduras en la fe, capaces de encontrarse por encima de las tensiones reales, gracias a la búsqueda común, sincera y desinteresada de la verdad. Sí, la suerte de la evangelización va unida al testimonio de unidad dado por la Iglesia. Esto es motivo de responsabilidad pero también de consuelo".

7. c. Juntos hacer frente a la angustia del mundo. Este mismo imperativo de unión se nos impone, en este final del siglo XX, precisamente por el estado de un mundo que por tantos conceptos anda a la deriva, a pesar de algunos progresos indiscutibles. Cuántas injusticias, cuántos actos inhumanos a nuestro alrededor y cuántas amenazas apocalípticas pesan sobre el futuro y la supervivencia del mundo.

Estamos en camino de deshumanizar al hombre, por no darle una razón de vivir con referencia al Absoluto. La sociedad se muestra desquiciada en su pensamiento y en su proceder, presa de un relajamiento moral sin precedentes, tanto más peligroso cuanto que las conciencias están como anestesiadas e incapaces de reacción. Hoy más que nunca necesitamos un cristianismo vigoroso y fuerte, apoyado en el poder del Espíritu. Solamente una fe bien arraigada es capaz de levantar una losa sepulcral "en virtud de la Resurrección —de Jesucristo.

En la importante alocución que dirigió al Sacro Colegio, con ocasión de la Navidad de 1977, el Papa dejó oír esta sobrecogedora voz de alarma:

"Sombras oscuras se interponen en el destino de la Humanidad: la ciega violencia; las amenazas contra la vida humana desde el mismo seno materno; el terrorismo cruel que acumula odios y ruinas con el utópico designio de reconstruir de nuevo sobre las cenizas de una destrucción total; el recrudecimiento de la delincuencia; las discriminaciones y las injusticias a escala internacional; la privación de la libertad religiosa; la ideología del odio; la apología desenfrenada de los instintos más bajos por la pornografía de los medios de comunicación social que, tras la capa de pseudo-objetivos culturales esconde una envilecedora sed de dinero y una desvergonzada explotación de la persona humana; las constantes seducciones y amenazas contra la infancia y la juventud que minan y esterilizan las frescas energías creadoras de su inteligencia y de su corazón: todo eso indica que la estima de los valores humanos ha descendido peligrosamente, víctima de la acción oculta y organizada del vicio y del odio.” (2)


B. EL OBJETIVO ECUMÉNICO
Para viajar juntos es preciso saber a dónde nos dirigimos. En este caso, es preciso definir, con toda claridad, la unidad visible de la Iglesia de Jesucristo, hacia la cual deseamos encaminarnos juntos.

Para ello debemos contestar estas tres preguntas:
- ¿qué se debe entender por unidad eclesial a restaurar?
- -¿qué se debe entender por unidad visible?
- ¿qué se debe entender por Iglesia de Jesucristo?


1. ¿Qué se debe entender por unidad?

8. a. Unidad y no uniformidad. Desde un principio importa distinguir unidad "dogmática" y unidad "histórica". La primera se asienta en la fe, la segunda en los condicionamientos históricos de una época. No resulta fácil separar a la unidad "en estado puro" de sus envolturas accidentales. Nuestros apologistas católicos tenían antiguamente la costumbre de exaltar como signos de la unidad de la Iglesia elementos que no eran inherentes a su naturaleza. No debe confundirse unidad esencial con uniformidad. (3)

Después del Vaticano Il, la distinción es ya clásica. Un célebre memorando de Dom Lambert Beauduin, leído por el cardenal Mercier en las Conversaciones de Malinas, llevaba este título, que en aquel tiempo resultaba atrevido: "Iglesia unida, no absorbida". En nuestros días, el cardenal Willembrands ha hecho alusión más de una vez a este texto que el mismo Papa Pablo VI evocó en su discurso de bienvenida al arzobispo de Canterbury, Dr. Coggan, en abril de 1977.(4)


En la perspectiva de una restauración de la unidad visible, se reserva un lugar importante al pluralismo en lo no esencial.

A este respecto y entre tantas otras declaraciones significativas ¿quien no recuerda la alocución que pronunció Pablo VI en el Simposio de obispos de África, el 27 de julio de 1969?

"Vuestra Iglesia", precisaba el Papa, "debe fundarse íntegramente sobre el patrimonio idéntico, esencial, constitucional de la misma doctrina de Cristo, profesada por la tradición auténtica y autorizada de la única y verdadera Iglesia. Esto es una exigencia fundamental e indiscutible... Nosotros no somos los inventores de nuestra fe, somos sus guardianes...

Pero la expresión, es decir, el lenguaje, la manera de manifestar la única fe, puede ser múltiple y por consiguiente original, conforme a la lengua, el estilo, el temperamento, el genio, la cultura de quien profesa esta única fe. Bajo este aspecto, un pluralismo es legítimo, incluso deseable. Una adaptación de la vida cristiana en el campo pastoral, ritual, didáctico y también espiritual, no solamente es posible sino alentada por la Iglesia... Será necesaria una incubación del "misterio" cristiano en el genio de vuestro pueblo, para que su voz original, más límpida y sincera, se eleve después armoniosamente en el coro de las otras voces de la Iglesia universal." (5)

Es lo que el Decreto sobre el ecumenismo expresaba ya en los siguientes términos:

"Conservando la unidad en lo que es necesario, todos en la Iglesia, cada uno según las funciones que se le haya asignado, observen la debida libertad, tanto en las diversas formas de vida espiritual y de disciplina como en la diversidad de ritos litúrgicos, e incluso en la elaboración teológica de la verdad revelada; y que en todo se practique la caridad" (n° 4).


9. b. La unidad que se debe "restaurar". Otra pregunta se plantea: ¿Qué queremos decir exactamente cuando hablamos de unidad eclesial, "que hay que restablecer", "que hay que restaurar"?

Aquí también debemos distinguir cuidadosamente entre la perspectiva de fe, por una parte, y la perspectiva sociológica, por otra; esta última considera a la Iglesia exclusivamente como un fenómeno histórico.

Solamente la fe nos permite descubrir el "misterio de la Iglesia". De esta Iglesia es de la que habla el Credo cuando dice: "Creo en la Iglesia una, santa, católica y apostólica".

La Iglesia de la fe es la heredera de la promesa de Jesucristo: "Estaré con vosotros cada día hasta el fin de los siglos". Ella permanece animada por el Espíritu que continúa siéndole indisolublemente fiel para conducirla a la plenitud de la verdad.

Desde el primer capítulo de su Constitución Lumen Gentium, el Vaticano II tuvo cuidado de definir a la Iglesia como misterio, antes de describir los demás aspectos que se derivan de su esencia. Nunca debe perderse de vista este orden de los capítulos, tal como muy oportunamente recordaba Mons. Quinn, actual Presidente de la Conferencia de obispos de los Estados Unidos:

"Es importante hacer notar que el Concilio Vaticano II no empezó su exposición sobre la Iglesia con el pueblo de Dios, tal como por error se afirma frecuentemente. El Concilio empezó a estudiar a la Iglesia como misterio. La Iglesia como misterio de Dios es el sostén de todo el magisterio del Concilio. Es una realidad oculta en Dios, manifestada en Jesucristo y ampliamente difundida por el poder del Espíritu Santo.” (6)

Debemos por tanto abstenernos de usar un lenguaje que pudiera hacer creer que la Iglesia de hoy debe restaurarse como un viejo castillo cuyas paredes sé tambalean, como si la Iglesia hubiera sido abandonada por el Espíritu, o como si su misma "unidad" no fuera un atributo de origen, inherente a su constitución.

La unidad, así como la santidad, de la Iglesia no se han de entender situadas al final de nuestros esfuerzos: se trata de dones de Cristo otorgados desde un principio a su Iglesia.

Así como la santidad de la Iglesia no es la suma de las santidades acumuladas de sus miembros, así tampoco la unidad de la Iglesia es un ideal remoto a conseguir, ni una unidad que deba hacerse o rehacerse por nosotros, sino una unidad que es don de Dios, y que nos impone su lógica y sus exigencias.

El ecumenismo estaría condenado al fracaso -sobre este punto la Iglesia Ortodoxa está de acuerdo con la Iglesia Católica- si olvidara estas verdades eclesiales de base y tratara de presentarse como un esfuerzo combinado para crear una Iglesia del futuro.

Mons. Philips, el principal redactor de la Lumen Gentium, hablando de la unidad de la Iglesia escribe en su comentario:

"Su unidad (la de la Iglesia) debe por tanto comprenderse también en un sentido dinámico: es una tuerza que emana del Espíritu Santo infundido en la Iglesia. Si Cristo es uno, su Iglesia debe ser una, y cada día debe serlo más: he aquí en germen todo el ecumenismo". (7)

La unidad es al mismo tiempo un don y una tarea, una realidad poseída y una realidad por conseguir. Los esfuerzos para recomponer la unidad se sitúan en el plano de la visibilidad y de la historia y no en lo íntimo de su misterio.

10. c. La unidad fundamental. Como decíamos, la unidad de la Iglesia es compatible con un pluralismo en el campo litúrgico, canónico y espiritual. Pero en cambio requiere, sin compromiso posible, una unidad fundamental en la fe. No decimos en la teología, puesto que la Iglesia acepta una pluralidad de teologías, siempre que quede a salvo la fe. Es por tanto importante deslindar bien lo que constituye lo esencial de la fe.

El Cardenal Ratzinger escribía con mucha razón que "el ecumenismo sólo tiene consistencia si concede plena importancia a la obligación de compartir en la Iglesia una fe común".

A continuación, en las mismas líneas está la siguiente declaración de Theological Renewal, una revista Protestante para carismáticos: "Una unidad basada en la experiencia a expensas de la doctrina sería bastante menos que la unidad que contempla el Nuevo Testamento, y, en último término, resultaría peligrosa".(8)


Pero es precisamente con respecto a esta unidad de fe necesaria que puede darse una ambigüedad peligrosa. Fácilmente podemos caer en la tentación de deslindar lo que reputamos "esencial" de la fe, situando nuestras divisiones y las verdades controvertidas en el terreno de lo secundario y de lo accidental. Es imposible establecer semejante ecuación, como si "fundamental" equivaliera a "lo que es común".

No existe un cristianismo "genérico", algo así como un residuo de diferencias que sólo serían variantes accesorias. Cristo fundó una sola Iglesia, con todo lo que ella comporta. Nuestras divisiones, que siguen siendo un escándalo, no nos autorizan a definir lo esencial y lo accesorio en función de los cambiantes accidentes de la historia. Habrá que recordar esta exigencia en el capítulo que trata de las directrices pastorales.

Constituiría la negación del auténtico ecumenismo el que los cristianos sólo pudieran llegar a reunirse sobre la base del más reducido común denominador. Ello podría incluso llegar a desembocar en un cristianismo sin Iglesia, y hasta sin bautismo, o en una súper-Iglesia sin fundamento.

Es necesario que la vía de acceso a la unidad permanezca bien despejada, si se quiere que cada uno lleve a cabo las experiencias de acercamiento, sin confusión doctrinal y guardando las necesarias fidelidades.

'''La primera ley del ecumenismo es respetar la fe sincera del otro: en realidad la estamos ya ofendiendo cuando clasificamos como accesorio todo lo que nos divide, sin hacer las v necesarias distinciones.

Declarar, por ejemplo, "fundamental":

- un cristianismo que acepta a Cristo pero no a la Iglesia,
- la Palabra de Dios pero no la Tradición viva, que la/ sostiene y sirve de vehículo, a la vez que se somete a ella,
- los carismas del Espíritu pero no la estructura ministerial y sacramental de la Iglesia,
es pedir, ya de entrada, al católico, que reniegue a los puntos esenciales de su fe y conducir el diálogo ecuménico a un callejón sin salida.

11. d. Jerarquía de las verdades. Todo eso no contradice, de ninguna manera el hecho de que todas las verdades no son igualmente ciertas. El Concilio Vaticano Il habló con mucha razón de una "jerarquía de verdades".

"En el diálogo ecuménico -se dijo allí- los teólogos católicos, fieles a la doctrina de la Iglesia, al tratar con los hermanos separados de investigar los divinos misterios, deben proceder con amor a la verdad, con caridad y con humildad. Al confrontar las doctrinas no olviden que hay un orden o "jerarquía" de las verdades en la doctrina católica, por ser diversa su conexión con el fundamento de la fe cristiana. De esta forma se preparará el camino por donde todos se estimulen a proseguir con esta fraterna emulación hacia un conocimiento más profundo y una exposición más clara de las incalculables riquezas de Cristo" (Decreto sobre el Ecumenismo, nº 11).

Queda aquí una puerta abierta para el acercamiento. A condición de que comprendamos exactamente lo que significa "jerarquía de verdades”

En el contenido de la Revelación no hay verdades más o menos reveladas; y todo lo que Dios nos comunica merece ser igualmente creído.

Todas las verdades deben ser creídas con la misma fe, pero no todas ellas ocupan el mismo lugar en el misterio de la salvación. Están más o menos íntimamente y más o menos directamente referidas a Cristo y, a través de Él, al misterio trinitario. Algunas verdades conciernen a la misma substancia de la vida cristiana, mientras otras pertenecen al orden de los medios para alcanzar este fin. Finalmente, hay una jerarquía de verdades en lo abstracto, tal como pueden establecerla los teólogos, y una jerarquía concreta tal como la viven los cristianos corrientes. Los dos procesos no son idénticos. Es una cuestión que los teólogos deben profundizar más, pero que nos ofrece una pista ecuménica que interesa seguir.

En lo que nos concierne, es importante hacer notar que la Iglesia, como institución animada por el Espíritu, es uno de los misterios fundamentales del cristianismo. No se la puede considerar por tanto como una superestructura y clasificarla como de categoría secundaria, aún cuando el pecado de los hombres oscurezca su valor de signo. La Iglesia está en el centro de las enseñanzas del Nuevo Testamento, por el solo hecho de que Cristo continúa su vida en ella por su Espíritu.

El ministerio eclesial no es tampoco una especie de armazón; no corresponde únicamente a una necesidad de orden funcional: en sus rasgos fundamentales pertenece a la esencia de la Iglesia y por ello no puede hacerse a un lado para ceder su lugar a un liderazgo carismático, por muy valioso que éste fuera. Este ministerio eclesial es un ministerio de presidencia y de unidad, fundado sobre una ordenación sacramental que estructura desde dentro a la comunidad. Su misión inalienable es hacer converger los carismas para edificar la Iglesia y hacer de ella una comunión en el Espíritu Santo.

14. e. ¿Es verdad que la doctrina separa y que la acción une? Hubo un tiempo que en los medios ecuménicos se repetía con agrado el estribillo según el cual "la doctrina separa mientras que la acción une". De la anterior afirmación sacaban la conclusión de que era necesario dejar de lado las cuestiones doctrinales y contentarse con aspirar a una colaboración en el terreno práctico.

En un importante informe al Comité General del Consejo Ecuménico, el pastor Lukas Vischer acaba de afirmar sin rodeos que es preciso prevenirse contra este género de simplismo, y escribe así:

"Recientemente, esta consigna (la doctrina separa, la acción une) ha experimentado con frecuencia una inversión. Habiendo demostrado la experiencia que la acción conduce a las Iglesias a nuevas formas de división, se ha llegado a la afirmación algo sorprendente de que es la doctrina lo que une y la acción lo que separa. Pero estos dos slogans, ¿no son, en realidad, tan erróneos el uno como el otro? ¿No descansan ambos sobre una extraña separación entre fe y acción? ¿El error contenido en el primer slogan, no es, a fin de cuentas, el mismo que aparece en forma invertida en el otro? En el fondo, también en la acción es la fe lo que está en juego. y en el origen de las diferentes opciones de acción en el mundo se encuentran diferentes teologías, cristologías, y pneumatologías. Tanto hoy como ayer, las Iglesias están llamadas a encontrar los medios de confirmarse mutuamente en la común fe apostólica. Alguna forma de consenso es necesaria. Los conflictos que hoy en día rodean la acción de la Iglesia, lejos de hacer superfluo el consenso, lo hacen aparecer más urgente que nunca." (9)


2. ¿Por qué es necesaria una unidad visible?


13. a. Unidad invisible y visible. Ante la dificultad de unir a la Iglesia, más de una vez se ha intentado recurrir a la unión puramente espiritual de los cristianos por encima de las demarcaciones confesionales. Esto es desconocer la verdadera naturaleza de la Iglesia. El Vaticano II, en la Lumen Gentium, ha subrayado fuertemente el lazo entre los dos aspectos, visible y espiritual, de la misma Iglesia, con estas palabras:

"Cristo, Mediador único, estableció su iglesia santa, comunidad de fe, de esperanza y de caridad en este mundo con una trabazón visible y la mantiene constantemente, por la cual comunica a todos la verdad y la gracia. Pero la sociedad dotada de órganos jerárquicos, y el Cuerpo místico de Cristo, reunión visible y comunidad espiritual, la Iglesia terrestre y la Iglesia dotada de bienes celestiales, no han de considerarse como dos cosas, porque forman una realidad compleja, constituida por un elemento humano y otro divino: Por esta profunda analogía se elimina al Misterio del Verbo encarnado. Pues como la naturaleza asumida sirve al Verbo divino como órgano de salvación a Él indisolublemente unido de forma semejante la unión social de la Iglesia sirve al Espíritu de Cristo, que la vivifica, para el incremento del cuerpo (Cf. Ef 4,16).

"Ésta es la única Iglesia de Cristo, que en el Símbolo confesamos una, santa, católica y apostólica.” (Lumen Gentium, nº 8).

14. b. La institución y el acontecimiento. En la visión cristiana de la salvación, la oposición entre Espíritu e institución, entre inspiración y estructura, es inaceptable y donde quiera que se manifieste (lo que a veces ocurre) debe ser superada:

Como ha señalado certeramente un teólogo suizo, de tradición reformada, el profesor Jean-Louis Leuba, de Neuchtel (10), el acontecimiento de la salvación toma cuerpo en una institución histórica, que es su memoria, da testimonio de él y es su signo en el corazón del mundo y de la historia.

E inversamente, la institución debe permanecer abierta al acontecimiento del Espíritu, que es el único que puede volverla fecunda y significante. La Iglesia es la comunidad en la que el Espíritu Santo obra a la vez por medio de los carismas institucionales constantes y por medio de los dones del Espíritu, ordinarios y extraordinarios, que manifiestan su presencia y su poder.

En una palabra, el Espíritu siempre se nos da para reunificar y purificar sin cesar las estructuras institucionales que aseguran la cohesión y el crecimiento del Cuerpo de Cristo en este mundo, para hacerlas cada vez más transparentes al misterio que deben manifestar.


3. ¿Qué se debe entender por "Iglesia de Jesucristo"?

15. Antes del Vaticano II, los teólogos católicos acostumbraban a identificar Iglesia de Jesucristo, Cuerpo Místico de Cristo, con Iglesia Católica Romana, y esta identificación era frecuentemente presentada como absoluta, exclusiva. Se trataba de un endurecimiento doctrinal como consecuencia de la lucha contra los que disociaban erróneamente Iglesia jurídica e Iglesia de la caridad, Iglesia-institución e Iglesia de la libertad espiritual.

A partir del Vaticano II, bajo la influencia del movimiento ecuménico y gracias a un entendimiento más matizado del misterio de la Iglesia, la posición católica puede resumirse en estas palabras tomadas de la Lumen Gentium, n° 8:

"Esta Iglesia (de Jesucristo), constituida y ordenada en este mundo como una sociedad, permanece en la Iglesia Católica, gobernada por el sucesor de Pedro y por los obispos en comunión con él".

La introducción del permanece en puede ilustrar mucho a los demás cristianos acerca de la eclesiología de los católicos. Si los Padres conciliares no aceptaron la fórmula que se les proponía a saber: el Cuerpo místico es la Iglesia Católica fue debido a que consideraron que esta identificación sin matices no expresaba íntegramente el misterio de la Iglesia.

Es también digna de tenerse en cuenta la razón que se adujo para este cambio. "El informe oficial dice que se dio lugar al cambio porque en las demás Iglesias cristianas se encuentran también elementos constitutivos de la Iglesia. Por lo demás, debe observarse que en diferentes ocasiones el Concilio habla de "Iglesias" cristianas o de "comunidades eclesiales", en el sentido teológico de estas expresiones. En las perspectivas que dejamos señaladas, podemos por tanto decir con J. Hoffmann:

"Creemos que la Iglesia Católica es la Iglesia donde permanece plenamente la única Iglesia de Cristo y que la realidad propia del misterio eucarístico se da en ella con plenitud. Pero no es menos cierto que hay distancia -en tensión dinámica- entre la plenitud de medios de salvación, que creemos se dan en la Iglesia Católica, y su concreta realización histórica; entre la plenitud del don eucarístico y su actualización en la fe y en la caridad de los creyentes" .(11)

Para llegar a un buen entendimiento con nuestros hermanos separados, es indispensable que ellos sepan cómo concibe la Iglesia de Roma su propia identidad.

La seguridad de permanecer esencialmente fiel a la Iglesia querida por Jesucristo, de ninguna manera impide proseguir la búsqueda de los medios para restaurar la unidad visible con las otras comunidades cristianas, en inserción real aunque imperfecta en lo que consideramos el tronco del árbol plantado por el Señor, "junto a corrientes de agua, que da a su tiempo el fruto", y "jamás se amustia su follaje" (Salmo 1), a pesar de la debilidad y la miseria de los hombres que tan mal han correspondido, en el curso de la historia, al don de Dios que se les había confiado.

En otras palabras, indudablemente más simples, podemos concluir que: por razón de los muchos bienes eclesiales que ya poseen en común -como el Bautismo, el Evangelio, los dones del Espíritu, etc.- todas las Iglesias cristianas, comprendida la Iglesia Católica Romana, viven desde ahora en una comunión real aunque imperfecta. Todos los esfuerzo del movimiento ecuménico tienden a conseguir que esta unión real sea cada vez menos imperfecta a fin de que llegue el día en que, habiéndose alcanzado las condiciones suficientes para la unidad esencial de fe y de constitución, todos puedan celebrar juntos la restauración de la unidad v vivir fraternalmente en la Iglesia una y única de Jesucristo. (12)

SIGUIENTE...


NOTAS:

(1) JULIÁN GARCÍA HERNANDO, Renouveau Charismatique el Oecuménisme, en "Unité Chrétienne", N° 48, Nov. 1977, p. 53.

(2) La Documentation Catholique, 15 Enero 1978, p. 54 (L’Osservatore Romano, 23 diciembre 1977).

(3) El distinguido teólogo anglicano de Oxford, JOHN MACQUARRIE ha consagrado un libro reciente a demostrar que diversidad no es sinónimo de división. Su título es Christian Unity and Christian Diversity, Ed. Westminster Press, Philadelphia 1975, U.S.A.

(4) Doc. Cath., 15 de mayo 1977, p. 457 (L’Osservatore Romano, 29 abril 1977).

(5) Doc. Cath., 7 septiembre 1969, p. 765 (Osservatore Romano, 28 julio 1969).

(6) Arzobispo JOHN QUINN. Characteristics of the Pastoral Planner, en "Origins", 1 Enero 1976, vol. 3, N° 28, p. 439.

(7) Mons. YHILIY5, L'Eglise et son mvstére au deuxiéme Concile du Vatican, Desclée de Brouwer, 1967, t.l. comentario al n° 8 de Lumen Gentium

(8) J. RATZJNGER, The future of Ecumenism, p. 204, y Theological Renewal. N° 68, Abril-Mayo 1977.

(9) Doc. Cath., 15 Enero 1978, p. 65. Informe de LUKAS VISCHER con el título: Baptême, Eucharistie, Ministére, où en sommes-nous sur la voie du consensus?.

(10)L'lnstitution et l'Evénement, Ed. Delachaux et Nestlé, Neuchátel 1950

(11) J. HOFFMANN, Revista "Unité Chrétienne", Febrero 1977, p. 63.

(12) Se puede leer con gran interés el artículo del P. LANNE. O.S.B. Consultor del Secretariado para la Unidad de los Cristianos: Le Mystére de l'Eglise et de son unité, en "Irenikon—, 1973, n" 3.


DOCUMENTO DE MALINAS 3

RENOVACIÓN EN EL ESPÍRITU Y SERVICIO DEL HOMBRE

Cardenal L. J. Suenens
Dom Helder Camara

        “En efecto, la renovación en el Espíritu será auténtica y tendrá una verdadera fecundidad en la Iglesia, no tanto en la medida en que suscite carismas extraordinarios, cuanto si conduce al mayor número posible de fieles, en su vida cotidiana, a un esfuerzo humilde, paciente y perseverante para conocer siempre mejor el misterio de Cristo y dar testimonio de Él” (JUAN PABLO II. Exhortación Apostólica Cathechesi tradendae n° 72).

PRÓLOGO

Me permito recordar mi encuentro con Dom Helder Cámara, en octubre de 1962, durante los primeros días del Concilio Vaticano ll. Yo no conocía personalmente a Dom Helder, pese a que había escrito el prefacio de la traducción portuguesa de mi libro La Iglesia en estado de misión.(1) Vino a verme a mi residencia, en la casa de los Hermanos de las Escuelas Cristianas, en Via Aurelia, y, de entrada, me dijo, con la viva imaginación del poeta y el ardor fogoso del apóstol, cómo veía él ...el final del Concilio. Venía a decirme, con precisión, cómo concebir el escenario de la clausura. Anticipación brillante en colorido, para transmitir por televisión al mundo entero. Sugería que no se limitase a promulgar textos sino a presentar las conclusiones de la renovación conciliar en una serie de imágenes con garra como, por ejemplo, gestos simbólicos de reconciliación ecuménica espectacular, en los que se nos mostrase al Papa dando el beso de paz a Atenágoras, a Visser't Hooft, secretario general del Consejo Ecuménico de las Iglesias, al Gran Rabino... Todo estaba previsto, incluso las composiciones musicales que habrían de servir de fondo a las imágenes y, para terminar, reservaba la Sinfonía incompleta de Schubert. El poeta Helder había programado todo, hasta los detalles.

A partir de este primer encuentro, pintoresco y profético, hemos hablado con frecuencia de la Iglesia de nuestros sueños y a veces hemos hecho converger nuestros esfuerzos en ciertas iniciativas.

El Papa Juan XXIII había distribuido personalmente entre los siete miembros del Comité Central del Concilio los esquemas preparatorios. Me había encargado que fuera el relator de los dos esquemas clave, que se iban a convertir en su fase final en la Constitución Dogmática sobre la Iglesia, Lumen Gentium, y la Constitución Pastoral sobre la Iglesia en el mundo actual, Gaudium et Spes.

Desde el comienzo de los trabajos, la imagen de la América Latina me obsesionaba, como laboratorio de una pastoral a revisar, una Iglesia por así decirlo, de talla humana en este continente en que vivía un tercio de los católicos del mundo. La América Latina me obsesionaba también por sus problemas de población y de pobreza y, en consecuencia, por el problema subyacente de la natalidad. Todo esto lo compartíamos en común, y para nadie es un secreto que la influencia discreta y eficaz de Helder Cámara entre los miembros del CELAM (del cual fue secretario general) en más de una ocasión a lo largo del Concilio nos proporcionó el apoyo de numerosos obispos de la América Latina, que votaron lo mismo que nosotros, obispos de Europa Septentrional, que intentamos salir de ciertos atolladeros del pasado.

El “querer y no querer las mismas cosas” (idem velle et idem nolle) es, según los antiguos, la base de toda la amistad. Hemos creído que expresándonos juntos, en estas páginas, respecto a dos acentuaciones que hoy determinan un distanciamiento entre cristianos -los “comprometidos” y los “carismáticos”-, quizá pudiéramos ayudar a superar ciertos exclusivismos empobrecedores y a integrar “lo que Dios ha unido”: el primero y el segundo mandamiento.

En nuestra opinión, un cristiano que no fuera carismático, -en el sentido más amplio de la palabra, es decir, disponible al Espíritu y dócil a sus mociones- sería un cristiano que olvida su bautismo; un cristiano que no fuera social sería un cristiano truncado, desconocedor de los imperativos del Evangelio.

Hemos pensado que la manera más sencilla de trabajar juntos -en términos musicales diríamos tocar a cuatro manos- sería exponer por turno cómo vemos al cristiano de hoy, en una total apertura a Dios y en un servicio integral a los hombres.

Cada uno lo dirá con lo que ha sido su pasado, su vida, su sufrimiento propio, que consiste a veces en ser interpretado al revés.

Helder Cámara es conocido en el mundo como “la voz de los que no tienen voz''. Esto le da derecho a hablar claro, con estilo personal y vibrante, asumiendo, como es sabido, los riesgos que esto comporta. Un día, en Bruselas, al comenzar una conferencia, le oí decir: “Perdonadme, yo no hablo francés, yo no hablo flamenco; yo hablo “Cámara”, es decir, -añadió con humor-, yo hablo con mis brazos, mis manos, mi cuerpo... y todo mi corazón”.

Es el obispo de los pobres el que en estas páginas habla de nuestros deberes sociales; pero también es el obispo que pasa largas horas nocturnas en oración y une fuertemente su acción a la influencia de Dios.

Ojalá podamos ayudar, juntos, a hacer comprender que la oración y la acción evangelizadora, social y política, no son más que una sola cosa en la vida del cristiano que quisiera ser fiel a todas las páginas del Evangelio versículo por versículo.

Yo presentaré el problema que palpita en estas páginas; a continuación expondremos los dos sucesivamente cada uno de los aspectos que definen al cristiano completo en su compromiso religioso, social y apostólico. Lo expresamos de acuerdo con nuestros propios puntos de vista, pero siguiendo una total unidad de criterio.

El último capítulo sobre la dimensión política fue redactado por mí; pero traduce un pensamiento común. Éste es, claro está, el mismo de la Iglesia, tal como está expresado en sus documentos más oficiales, que van desde la Constitución Pastoral, Gaudium et Spes, pasando por Medellín y el Sínodo de los Obispos en Roma en 1971, hasta la Declaración de Puebla, en México, en febrero de 1979.

Tal es el contenido de estas páginas, que se presentan como el Documento de Malinas n° 3, en la serie consagrada a estudiar la Renovación en el Espíritu y sus implicaciones humanas en el corazón del mundo.
Pentecostés 1979

L.J. Cardenal Suenens
Arzobispo de Malinas – Bruselas.


INTRODUCCIÓN

Por el Cardenal Suenens


1. UN DOBLE ENFOQUE

En principio, se ofrecen dos centros de perspectiva al cristiano que quiere vivir y expresar su fe en el corazón del mundo.

En primer lugar, puede fijar su mirada en Dios, abrirse a su Palabra, a su acogida, a su gracia, y esforzarse después por llevar a su vida cotidiana la lógica de su fe, en todas sus dimensiones y consecuencias. El camino va de Dios a los hombres.

Por el contrario, otro tipo de cristiano se sentirá interesado primeramente por todo lo que pertenece al hombre y a la comunidad humana. Se sentirá, prioritariamente parte interesada del mundo en sus angustias y alegrías. El camino va de los hombres a Dios.

De esta opción nacen dos tipos de cristiano, según se ponga el acento en lo espiritual o en el compromiso temporal. Esta diversidad está en el origen de las dos tendencias más importantes que frecuentemente oponen a los cristianos de hoy, y figura en la base de una polarización dolorosa que, necesariamente, hay que superar.

2. SEPARACIÓN Y TENSIONES

La tensión entre el cristiano “espiritual” y el cristiano “comprometido” es particularmente sensible en el mundo de los jóvenes. La misma elección de uno de los temas del Concilio de los jóvenes de Taizé: “Lucha y contemplación”, indica que el problema constituye realmente el núcleo de sus preocupaciones.

Todos los que están en contacto con los jóvenes dan testimonio de su difícil búsqueda de equilibrio en este campo. Para muchos jóvenes que optan por el servicio social, la adhesión religiosa, y sobre todo eclesial, es como una alienación, una deserción.

La misma tensión se encuentra también en múltiples sectores. Han surgido interrogantes nuevos, poniendo en tela de juicio el sentido de la evangelización en un país de misión.

Algunos se preguntan: ¿Tiene sentido todavía evangelizar cuando el subdesarrollo de la población indígena reclama con toda urgencia reformas sociales, económicas y políticas? ¿Se puede anunciar a Jesucristo a pueblos que mueren de hambre?

¿En qué sentido es el Evangelio mensaje de salvación y de liberación? ¿Se trata, prioritariamente, de una revelación religiosa o de una revolución política?

Se sabe que una tensión análoga amenaza la cohesión del Consejo Ecuménico de las Iglesias. En él se dividen los cristianos según se ponga en primer plano la ortodoxia (reflexión teológica sobre los problemas doctrinales de la Unidad) o la ortopraxis (que quiere encarnar la fe en Cristo en comportamientos sociopolíticos). El enfrentamiento de las tendencias se acentuó debido a que las Iglesias situadas en el hemisferio norte (y rico) del planeta se enfrentan con las Iglesias del hemisferio sur, donde la opresión social es un problema de cada día. El Comité Central del Consejo Ecuménico de las Iglesias, reunido en Kingston (Jamaica) del 1 al 12 de enero de 1979, resultó una sesión movida, buscando una síntesis difícil.

Esta misma tensión se encuentra también cuando se trata de apreciar las corrientes espirituales que atraviesan actualmente las Iglesias, en particular la Renovación en el Espíritu o Renovación Carismática.

¿Hay que rechazarla como un peligro de alienación, un factor de estancamiento social, o hay que acogerla como una gracia poderosa de resurgimiento, capaz de revivificar la existencia cristiana y de unir profundamente a los cristianos?

La oración, que esta renovación ha rehabilitado tan vigorosamente, ¿es deserción o, por el contrario, impulso para Dios en el corazón del mundo? Dar de nuevo a los hombres el sentido del Dios vivo, ¿no será el compromiso social por excelencia que necesita la humanidad para reencontrar su eje y su equilibrio fundamental?

Éstas son otras tantas preguntas que no se pueden eludir, e interpelaciones que nos invitan a buscar respuestas que tengan en cuenta toda la complejidad de lo real, y las múltiples facetas de un mismo Evangelio.

Monseñor Dondeyne, eminente pensador del Instituto Filosófico de Lovaina llamaba la atención sobre el peligro de las exclusiones en estos términos:

“Para subrayar mejor que la fe no es una coartada y que el creyente moderno debe aprender a encontrar a Dios en la vida de todos los días (lo que, manifiestamente, es algo magnífico), algunos pretenden que hay que centrar la predicación y la catequesis ante todo en el segundo mandamiento, (“Amarás al prójimo como a ti mismo”). “No entrarán en el cielo los que dicen Señor, Señor, sino los que hacen la voluntad de mi Padre” (Mt 7, 21). De estas palabras de Cristo se deduce que ser cristiano consiste, sobre todo, en trabajar por la liberación del hombre y la instauración de un mundo más justo”.

“Ciertamente, se habla mucho del hombre Jesús, pero es para ver en él el modelo del amor a los hermanos y la piedra angular de la Historia. Se olvida añadir que él es también el Verbo de Dios que, viviendo en el seno del Padre, nos comunica a Dios. Creer en el reino futuro es estar convencido que, porque existe Dios, el advenimiento de una sociedad más justa no es una utopía, pese a todos los fracasos del pasado”.

“La primera tarea de la Iglesia, como el pueblo testigo y portador del mensaje, sería ayudar al mundo a hacerse adulto, pero parece que se olvida que la misión propia de la Iglesia es también ayudar al mundo a encontrar a Dios. En cuanto a la catequesis, su tarea principal sería promover en los jóvenes el espacio de interpelación indispensable para que el problema de Dios pueda surgir algún día y la palabra “Dios” tenga un sentido. Se subestima la importancia del anuncio explícito de Dios y de la enseñanza religiosa propiamente dicha.” (2)

3. LA COMPLEMENTARIEDAD NECESARIA
El conflicto de las tendencias, del cual hemos señalado algunos puntos destacados y sobresalientes, sólo se comprende bien a la luz de la historia. Como suele ocurrir, un unilateralismo provoca otro. Una acentuación demasiado fuerte da origen a una reacción a ultranza en sentido opuesto. No se encuentra de golpe el punto de equilibrio. Lo mismo ocurre con el conflicto, hoy particularmente sensible, entre el “verticalismo” y el “horizontalismo”. La llamada tendencia “horizontalista” nació, en parte, como reacción legítima frente a un cristianismo “desencarnado”, de tipo “pietista”, demasiado olvidado de las implicaciones sociales del Evangelio. En cambio, asistimos hoy a la acentuación inversa que corre el riesgo, si no se equilibra, de poner en entredicho la especificidad misma del cristianismo.

Lo señaló bien Etienne Borne (La Croix, 13 de noviembre de 1976): “Lo grave es que el debate enfrenta no sólo cristianos a cristianos, sino un cristianismo a otro cristianismo”.

Hay que evitar un doble escollo: el de un cristianismo desencarnado y el de un cristianismo sin Cristo resucitado y viviente.

Ser cristiano es estar “injertado” en Jesucristo y al mismo tiempo en los acontecimientos del mundo. Es estar abierto a Dios en la apertura al mundo. Es ser a un tiempo hombre de oración y hombre de acción, fiel a Jesucristo, Hijo unigénito de Dios y hermano de los hombres.

Cada bautizado es por definición miembro del Cuerpo de Cristo, llamado a vivir en comunión con sus hermanos en la fe y también con sus hermanos en humanidad.

Instaurar la justicia es un deber fundamental del hombre. Pero esta justicia concierne a la vez a Dios y al prójimo.

Para ser justo, hay que respetar todos los derechos y dar a cada uno lo que se debe. Dios tiene derecho a nuestra adoración, a nuestra alabanza. “Realmente es justo y necesario, Padre santo, -decimos nosotros en el prefacio eucarístico-, darte gracias siempre y en todo lugar, por tu Hijo amado Jesucristo”. Y el Salvador mismo, al que recurrimos como mediador nuestro ante el Padre, ¿no se ha convertido en “nuestra justicia”, igual que se ha hecho “nuestra sabiduría” y “nuestra liberación”?

Hay que respetar la justicia tanto en lo que atañe a Dios como en lo que concierne a los hombres, indisolublemente. El pobre igual que el rico tienen derecho, en justicia cristiana, a ser alimentados con la Palabra de Dios. La orden de “buscad primero el reino de Dios y su justicia” abarca el cielo y la tierra.

Acusar a la ligera a los cristianos espirituales de pietismo y a los cristianos “sociales” de secularismo, es desconocer a los unos y a los otros. Ni verticalismo ni horizontalismo son términos adecuados. El Cristo crucificado tiene la mirada fija en el Padre que está en los cielos, y el corazón traspasado por el amor a los hombres. La cruz es vertical y horizontal, simultáneamente.
Estamos destinados a acoger íntegramente este misterio en nuestras vidas. El servicio de los hombres y la contemplación de Dios están unidos. No podemos aceptar la deserción del mundo en nombre de Dios, ni el abandono de Dios en nombre de los compromisos temporales. El falso misticismo desencarnado sólo puede dar lugar a una fe política sin referencia cristiana alguna. Nos jugamos nuestra verdadera identidad.

El ex arzobispo primado de la iglesia anglicana, Doctor M. Ramsey, después de haber descrito estos dos tipos de cristianos que a veces tienden a oponerse, les dirige una llamada patética para que superen esta oposición falaz, abriéndose los unos a los otros:

“El testimonio del cristiano activamente comprometido en lo social y en lo político, exige desesperadamente su complemento, que es el testimonio del cristiano en estado de oración y de contemplación”.

Nosotros no podemos menos de hacer nuestra esta enérgica llamada. Todo el objetivo de estas páginas está ahí. Cuando se está abriendo un túnel -yo pienso en el de San Gotardo que une Suiza e Italia- se comienzan los trabajos de aproximación por cada uno de los lados. Lo importante es que los dos grupos de trabajo se encuentren en un preciso punto de confluencia que, sólo él, une los dos países: Sucede lo mismo aquí. Tanto si se parte de Dios hacia los hombres, como si se parte de los hombres hacia Dios, lo importante es que el encuentro sea en un mismo lugar de comunicación. Se trata de abrir el camino de los hombres a Dios y el acceso de Dios a los hombres. Con esta diferencia: que la iniciativa viene de Dios y que es Él quien nos invita a la colaboración humana. Con este espíritu es como Dom Helder Cámara y yo hemos concebido este libro. El orden de los capítulos muestra claramente la unidad que lo ha inspirado: De Cara a Dios. Al servicio de los hombres. Apóstoles de Cristo. En el Corazón de la Ciudad.
CAPÍTULO I. DE CARA A DIOS
Dom Helder Cámara


EL DIOS DE LA CREACIÓN

La criatura humana, en proporciones distintas y con resultados muy diversificados, descubre habitualmente al Creador en el corazón de la creación. El cielo, el sol y las estrellas; el mar y los ríos; los montes y los valles hablan de una manera particular del Creador y del Maestro... Generalmente, la criatura humana se siente pequeña frente a la naturaleza, impresionante por su grandeza y su Fuerza. La selva, los animales -sobre todo los más fuertes-, la tempestad ayudan al hombre a pedir socorro y piedad al Ser Supremo, a quien no ve personalmente, pero cuya presencia y fuerza siguen siendo indiscutibles.

Cuando el cielo se cierra y la lluvia no cae; cuando los animales y las plantas se rarifican allí donde habitualmente encuentran su subsistencia, el hombre pide protección al Todopoderoso, a quien supone viviendo más allá de las nubes o de los montes más altos. Llega incluso el hombre, y solamente él, a la idea de matar, y de inmolar criaturas vivas, como si él mismo estuviese en ellas, ofreciendo su vida para granjearse la buena voluntad del Señor del universo.

El trueno y los relámpagos le parecen las manifestaciones de la cólera de su señor. Trata de interpretar el silencio, los vientos, y la marcha de los astros.
Casi siempre, en las agrupaciones humanas, algunos, hombres asumen el papel de lo sagrado y se presentan como los intérpretes privilegiados de parte del Altísimo, cuya voluntad tratan de discernir.

Por debajo del ser supremo, en diversas religiones del mundo, grupos humanos imploran a otros dioses menos poderosos, encargados, de manera particular, de ciertos campos o fuerzas de la creación. Ésta no es la visión cristiana, ni la del pueblo de Israel, cuya creencia en Dios prolonga y profundiza el cristianismo.


DIOS REVELA SU DESIGNIO DE SALVACIÓN

Entre los diversos pueblos, en virtud de una alianza especial querida por Dios, el pueblo judío fue elegido para ser un pueblo testigo, sobre todo en lo que respecta a la unicidad de Dios. Reconoce y proclama a un solo Señor y Maestro, a un Dios santísimo.

El Dios creador del mundo, en el que nosotros creemos, ha querido al hombre como “con-creador”. Encargó al hombre el sometimiento de la naturaleza y la terminación de la creación.

No contento con tener al hombre sumergido en Él –como la creación entera-, el Señor está en todas partes, en Él respiramos, actuamos y vivimos. El Señor, omnipresente en virtud de la creación, ha querido una alianza íntima y particular con el hombre.

No sólo ha querido dar al hombre el ser y la vida, sino también hacerlo entrar en la intimidad misma de su propia vida. Hizo con él una alianza nueva y definitiva.

 EL DIOS DE LA ENCARNACIÓN

Para mantener al Pueblo testigo en su fe en el Dios único, Dios envió en otros tiempos patriarcas y profetas. Pero, en la plenitud y en el momento culminante de los tiempos, envió a su mismo Hijo, que se encarnó tomando en la Virgen María una naturaleza humana por obra del Espíritu Santo.

Dios se hizo hombre en Jesucristo.

Al venir así a nosotros, a vivir en nuestra tierra, Cristo nos trajo una revelación prodigiosa. Nos reveló que el Dios Todopoderoso y Altísimo, Padre de los hombres, ha querido que nos hiciésemos en Jesucristo -el Unigénito- hijos adoptivos, llamados a participar la misma vida de Dios.

El Hombre Dios, nuestro Hermano, ha querido -como su Padre por la creación- que terminásemos la redención lograda por Él. Nos quiere “correndentores” para acabar en nosotros y con nosotros la liberación del pecado y de sus consecuencias. El Espíritu Santo, finalmente, a imitación del Padre en relación a la creación y del Hijo respecto a la redención, quiere que colaboremos en su obra permanente de santificación. Desea que seamos, en cierto modo, instrumentos de “co-santificación”.

A nosotros, criaturas humanas, incumbe el deber de corresponder a estas iniciativas divinas que superan nuestros sueños más audaces.

En la medida en que somos conscientes de las riquezas de que estamos colmados, debemos hacer lo posible y lo imposible para servir, con todo nuestro corazón y con toda nuestra alma, como intérpretes de la naturaleza y como servidores de Dios.

El salmista nos enseña a prestar nuestra voz a la creación entera. A imitación de San Francisco de Asís, estamos invitados a cantar el Himno de las Criaturas y a aceptar nuestra vocación de “con-creadores”.

Sin juzgarnos mejores que nadie, pero actuando según las larguezas de Dios, debemos:

• Presentar al Señor nuestras angustias y nuestras necesidades en la hora de la aflicción, y abrirnos también a la alegría de adorar al Señor, gozosos de que El existe y de que es Dios.

• Esforzarnos, de una manera permanente por ensanchar nuestro corazón, por superar nuestro egoísmo, por extender nuestra comprensión, nuestro perdón y nuestra apertura al amor.

• Vivir de una manera muy concreta, el hoy del Señor en el lugar y en las circunstancias que Dios ha elegido para nosotros, tratar de ser, cada vez más peregrinos del Absoluto y ciudadanos de lo Eterno.

• Mirar con respeto y amor a cualquier criatura humana. Cualquiera que sea su lengua, su raza, su religión, el cristiano puede y debe pensar: “He aquí a un hermano o a una hermana”. Él puede y debe añadir: “Hermano o hermana de sangre”, dado que la misma sangre de Cristo ha sido derramada por nosotros dos como por todos los hombres.

LA ORACIÓN, LLAVE DE CONTACTO CON DIOS

Esta apertura y responsabilidad ante Dios se vive y se realiza en la oración, que nos pone en contacto directo con Dios, y nos une a Él. Sin oración, no hay corriente. No hay respiración cristiana.

Permítaseme añadir mi experiencia personal sobre el papel de la oración en la vida humana.

Fui ordenado sacerdote a la edad de veintidós años y medio, en 1931. Me encontraba en Fortaleza, una pequeña capital al nordeste del Brasil.

Desde esta época comprendí que, ante mi decisión de darme sin reserva a Dios y a mi prójimo, me sería absolutamente necesario consagrar espacio y tiempo a escuchar al Señor y a expresarle mis problemas. Sin esto, en poco tiempo me quedaría vacío, sin tener nada que ofrecer a mis hermanos y al Señor.

Desde entonces, me aprovecho de una facilidad que Dios me da: despertarme y poder dormirme después sin esfuerzo. Así, cada noche me despierto a las dos de la mañana y oro durante dos horas.

¡Que nadie se imagine que soy un gran penitente! No es un sacrificio para mí “velar y orar”. He descubierto que cometemos una enorme injusticia con nuestra alma si no le damos la ocasión de rehacerse, del mismo modo que, llegada la noche, concedemos reposo a nuestro cuerpo.

Hay reposos específicos para el espíritu: el contacto con la naturaleza, la música, la conversación con los amigos y, para quienes tienen el gozo de tener, fe, escuchar al Señor y hablarle.

Cuando me despierto, mi primer cuidado es rehacer en mí la unidad. Durante la jornada me disperso: mis ojos, mis brazos, mis piernas siguen direcciones distintas.

En estos momentos privilegiados de la noche trato de rehacer la unidad en mi vida, esta unidad que desde nuestro bautismo está en Cristo.

Una oración que acude a mi mente en estos momentos, con mucha frecuencia, es la del Cardenal Newman. Le gustaba decir (me refiero más al espíritu que a las palabras de esta oración): “¡Señor Jesús, no te quedes tan escondido dentro de mí! Mira por mis ojos; escucha por mis oídos; habla por mis labios; entrégate por mis manos; anda por mis pies... ¡Que mi pobre presencia humana recuerde al menos de lejos tu presencia divina!”

Una vez uno con Cristo, ¡qué alegría hablar a nuestro Padre en nombre de todos los hombres de todos los lugares y de todos los tiempos...! Los dos hechos uno, adoramos a nuestro Padre (y me gusta recordar todo lo que mis ojos han visto de más bello en mi vida). Damos gracias a nuestro Padre. Pedimos perdón (y entonces me gusta decir: Señor, yo soy verdaderamente un embajador cualificado de la debilidad humana, porque todos los pecados que se han cometido, o bien los he cometido yo o podría cometerlos). Presentamos las peticiones de los hombres, nuestros hermanos...

En el momento de las peticiones, me gusta hacer ante Dios un balance de la jornada de ayer:

- Encontré a un trabajador en paro... Pienso en él, concretamente. Pero, aparte de él, pienso (pensamos) en todos los parados de hoy...

- Encontré a esta joven que se abre a la vida... Pienso en ella, pero, aparte de ella, están todos los jóvenes, sus problemas, sus esperanzas o sus penas.

Evidentemente, no olvido mi Breviario, (La Oración de las Horas). Y siempre la belleza y la plenitud de estos momentos vienen de la unidad con Cristo.

Esta vigilia, consagrada a la oración, me prepara para la celebración de la Eucaristía, cumbre de la jornada.

Y, por gracia del Señor, la Eucaristía abarca la jornada entera, porque todo, en mi simplicidad, se hace Ofertorio, Consagración, Comunión...

¡Os aseguro que, de esta manera, el Señor me da mil razones para vivir!

Permítaseme, además, evocar la alegría y la belleza de la oración comunitaria en nuestras comunidades de base.

Un bautismo celebrado en una comunidad de base es algo muy distinto de un acontecimiento social y familiar, que se reduce a veces a la elección de un padrino que pueda proteger al niño. En aquél está implicada toda la comunidad eclesial.

La comunidad entera se ha preparado para festejar la integración oficial de un nuevo miembro a la Iglesia y a la comunidad, que es la imagen viva de la Madre Iglesia.

Lo mismo sucede con los demás sacramentos. ¡Qué belleza y qué fuerza tiene una confirmación comunitaria, un matrimonio, una ordenación sacerdotal y hasta la ordenación de un obispo, celebradas en tales condiciones!

Para obtener celebraciones de este género hay que pagar un precio. Esto no se improvisa ni se reduce a formalidades. Pero, cuando se está ante verdaderas celebraciones comunitarias, se reviven verdaderamente los primeros tiempos de la Iglesia, y uno se acerca al ideal que se nos escapaba: ser un solo corazón y una sola alma en Cristo.

El cristiano, según su dimensión religiosa, es el cristiano en su puesto, uno con Cristo, abierto en Él y por Él a toda la vida humana; es el cristiano hermano universal de los hombres que gusta dar a la oración, visiblemente y en grupo, la dimensión comunitaria.

He tratado de expresar esto, a través de unas pobres y sencillas palabras, bajo la forma de esta oración:

“Muy pobre permanecerás
en tanto no hayas descubierto
que no es con los ojos abiertos
como ves mejor.

Seguirás siendo muy ingenuo
mientras no aprendas
que, cerrados los labios,
hay silencios mucho más ricos
que la profusión de las palabras.

Muy torpe seguirás siendo
hasta que no comprendas
que, juntas las manos,
puedes actuar mucho mejor
que agitándolas
pues, sin querer
puedes herir.”



Cardenal Suenens

“Formar un solo ser con Cristo”: tal es -Dom Helder nos lo acaba de recordar- la aspiración que suscita la vocación contemplativa del cristiano.

Quisiera decir, por mi parte, lo que esto implica hoy para el que desea ser discípulo auténtico del Señor.

1. EL CRISTIANISMO ES JESUCRISTO

El drama religioso de nuestro tiempo no consiste ante todo en la escasez de las vocaciones religiosas o sacerdotales, ni en el retroceso de la práctica dominical. El verdadero drama está en que el rostro de Jesús se ha desdibujado en el alma de los cristianos.

Con mucha frecuencia, el cristianismo es presentado al mundo como una ideología, una sabiduría de vida, una opción de valores. El cristianismo aparece como un “ismo” privilegiado, entre otros. Urge decir de nuevo a los cristianos que el cristianismo es Jesucristo. Persona única e inefable, de naturaleza divina y humana a la vez, que está en el corazón del pasado, del presente y del futuro, de la creación y del mundo.

“En medio de vosotros hay uno a quien no conocéis” (Jn 1, 26): esta proclamación de Juan el Bautista vale tanto para nuestros contemporáneos, como para los discípulos del Precursor. Nuestra generación debe reencontrar a Jesucristo en persona, como los discípulos de Emaús la tarde de Pascua, y reconocer su presencia, sus múltiples modos de presencia entre nosotros.

La situación sociológica del cristianismo ha cambiado. Ya no es una herencia que se trasmite de padre a hijo; ya no está integrado en el ambiente de la vida cotidiana, pues aquí se le niega o se le pone en entredicho. Ya no está de moda el ser cristiano.

En lo sucesivo, más aún que en el pasado, el niño bautizado en las primeras semanas debe asumir un día, con plena conciencia, los compromisos cristianos que, en su primera edad, se contrajeron en su nombre. En el umbral de la edad adulta tendrá que descubrir a Jesús personalmente. Tendrá que pasar por una actualización bautismal “en el Espíritu y en el fuego”. En plena lucidez, tendrá que dejarse transformar por el Espíritu en un cristiano viviente, responsable de su fe, que sabe traducirla en la propia vida y en el corazón del mundo.

Situación nueva, que exige que se defina, de distinta forma, nuestra singularidad cristiana.


2. LA ESPECIFIDAD CRISTIANA

Hoy se intenta responder claramente a estas preguntas: ¿qué añade realmente el cristianismo a una vida humana honesta y generosa? ¿En qué se diferencia un cristiano de un hombre que ame verdaderamente a su prójimo? ¿Qué significan frases como las que acabamos de decir: “ser uno en Cristo”, “rehacer la unidad en Cristo?” Y ¿qué quería decir San Pablo cuando exclamaba: “Para mí, vivir es Jesucristo'?” (Flp 1,2 1) ¿Es puro lirismo o es la expresión de una fe vivida?

No habrá renovación espiritual en la Iglesia mientras que el bautizado no comprenda y acepte las exigencias de su bautismo: mientras no haya adaptado su vida a él. Es Jesucristo quien define nuestra especificidad y no nosotros: La norma no es una honradez media, que se obtiene estadísticamente viendo cómo vive la mayoría de los cristianos. Para definir esta norma, hay que responder a la pregunta: ¿Qué espera el Señor de aquellos a quienes llama en su seguimiento, y cómo comprendieron su vocación los primeros cristianos?

Los Hechos de los Apóstoles nos dan la respuesta.


3. EL CRISTIANISMO NORMATIVO

Los Hechos nos describen algunos rasgos del comportamiento “normal” de los primeros cristianos. “Los discípulos, -se lee-, eran asiduos a la enseñanza de los Apóstoles, fieles a la comunión fraterna, a la fracción del pan y a la oración” (Hch 2, 42). La imagen la tenemos en las comunidades apostólicas, fraternales, eucarísticas, espirituales.

Se ve aquí al cristiano viviendo una relación filial con Dios expresada por la oración común y, especialmente, por la celebración eucarística dominical. Vive también en comunión fraterna con sus hermanos; comunión fundada a la vez en el acuerdo de los espíritus y en la solicitud por los más pobres, que llega hasta poner los bienes en común.

La línea relacional vertical le orienta hacia Dios-Padre en un impulso de adoración, de reconocimiento y de imploración. La línea relacional horizontal le abre a los demás y a sus necesidades. El compartir fraternal que reina entre ellos asombra a los observadores por la intensidad de la caridad: “¡Mirad cómo se aman!”

El resurgimiento de nuestra autenticidad cristiana comprende también estas dos dimensiones.

Para medir el alejamiento de la vida cristiana “normal” -en sentido de “normativa”- es preciso, digámoslo otra vez, hacerse la pregunta inicial: ¿qué espera Jesús de sus discípulos? Tenemos tendencia a definir el cristiano en función de ritos, de prácticas, o de ciertas actividades morales. Pero, ¿es eso todo el cristianismo? ¿Es incluso su primera señal? La imagen que nos ofrecen el Evangelio y los Hechos de los Apóstoles es muy diferente: El mismo nombre de “cristianos”, que por primera vez se dio a los discípulos en Antioquia, revela una relación fundamental y particular con Jesucristo, el Resucitado.

No es posible engañarse sobre su identidad:

• El cristiano es alguien que entró en relación personal y viviente con Jesús, reconocido como su Salvador y como su Señor;

• No está aislado: se comporta como miembro del Cuerpo de Cristo por su inserción en una comunidad eclesial local;

• Se sabe llamado, por orden del Maestro, a dar frutos, tanto por la evangelización como por el servicio a los hombres.

Tal es el cristiano “normal”, original, adulto. Habiendo decidido seguir al Maestro, ha aceptado pagar el precio de la Fidelidad hasta el testimonio supremo, incluso el martirio.



4. PARA Mí, VIVIR ES JESUCRISTO

Hablando en rigor, se debe reconocer que sólo hay un cristiano completo: Cristo mismo. Pero tenemos que dejarle y transformar nuestras vidas, recibiendo de su plenitud.

“Para mí, vivir es Jesucristo”. ¿Qué es esto, sino que el cristiano es un hombre desposeído de sí mismo y poseído por Cristo en su vida concreta, a todos los niveles?

Vivir es ver, amar, hablar, moverse.

Vivir en Jesucristo es ver con sus ojos, amar con su corazón, hablar con sus labios y poner nuestros pasos en sus huellas.

No tenemos que detallar las exigencias religiosas del cristianismo. Señalaremos aquí sencillamente lo que caracteriza la singularidad cristiana en el servicio de nuestros hermanos.

El cristiano reconoce la nobleza del servicio, de la solidaridad, de la filantropía humana; pero se sabe y se siente llamado a vivirlos en comunión con Aquél que nos amó y se entregó por nosotros. La exigencia cristiana pide que vayamos a nuestros hermanos con el amor mismo de Jesucristo. Periódicamente, la Iglesia nos vuelve a poner ante los ojos, en la liturgia, las palabras del profeta Ezequiel: “Os daré un corazón nuevo, y pondré en vosotros un espíritu nuevo; os arrancaré ese corazón de piedra, y os daré un corazón de carne. Pondré dentro de vosotros mi Espíritu” (Ez 36,26-27).


5. AMAR CON EL CORAZÓN DE CRISTO

Dios cambiará nuestro corazón de piedra, para hacernos amar a los demás con su corazón. ¡Revolución fundamental y cambio radical! Humanamente hablando, yo no soy capaz de amar a muchas personas fuera del estrecho círculo de mi familia y de mis amigos. El corazón humano es demasiado débil para palpitar al unísono de las angustias humanas. Se sofoca enseguida, sobre todo cuando se trata de amar verdaderamente a personas poco simpáticas, y con mayor razón a gentes que nos son hostiles. Nuestro impulso se detiene en seco, al primer obstáculo.

Sin embargo, el cristianismo se vive verdaderamente, en toda su belleza, cuando amamos a nuestros hermanos, no sólo con nuestro pobre corazón, sino con el corazón mismo de Dios. Los hombres, con justo título, no han de ser amados por amor a Dios, como de soslayo, indirectamente, de cualquier forma.

Se trata de amarlos con el mismo amor de Dios. Ahí se opera la metamorfosis, que va más allá de la estrechez, de la reticencia y de la discriminación.

Haciéndome eco de las palabras de Newman, que Dom Helder evocaba, quisiera terminar esta página sobre nuestra identificación con Jesucristo con estas emocionantes líneas de Annie Johnson Flint;

“Cristo sólo tiene nuestras manos
para hacer su trabajo de hoy;
sólo tiene nuestros pies
para hacer que los hombres vayan por su camino;
sólo dispone de nuestra lengua
para contar a los hombres cómo murió,
y no tiene más ayuda que la nuestra para llevarlos a su corazón.

Somos la única Biblia
que leerá un mundo despreocupado.
Somos el evangelio del pecador, el credo del burlón,
el supremo mensaje del Señor,
que se expresa en obras y en palabras.

Pero ¿qué ocurrirá si nuestro camino es tortuoso,
si nuestra imagen está enturbiada,
si nuestras manos están ocupadas
por tareas que no son las suyas,
si nuestros pies nos conducen
al atractivo del pecado,
si nuestras lenguas hablan
cosas indignas de sus labios?
¿Cómo hemos de esperar poder ayudarle
si no entramos en su escuela? (3)
CAPÍTULO II. AL SERVICIO DEL HOMBRE

Cardenal Suenens


1. EL CRISTIANO Y SU SOLIDARIDAD HUMANA

No se puede ser cristiano en una estancia cerrada, a título personal. Todo bautizado debe asumir las consecuencias sociales de su fe cristiana. Ésta le compromete en una red de relaciones y deberes que se van extendiendo, por círculos concéntricos, imponiéndole opciones y rechazos en el plano familiar, profesional, económico, civil y político.

Incluso, la vida contemplativa, bajo las formas más radicales, no puede ser una fuga, sino, por el contrario, un caminar que quiere unir las profundidades de la existencia humana y cristiana.

El cristiano no puede aislarse del mundo ni huir al desierto. Cada uno debe tomar parte activa, según su vocación personal, en el trabajo de la humanización del mundo, por muy exigente que sea.

No se trata para él de elegir entre la fe y las obras, ni de yuxtaponer la fe y las obras. Se trata de poner la fe en acción. Cuando se subraya la importancia del deber social, bueno es señalar que todo lo que favorezca las mejores relaciones entre los hombres, todo lo que ponga en práctica su fraternidad, ya es acción social, aún cuando no se encarne en proyectos determinados.

Para tomar mejor conciencia de lo que representa la irradiación social de los cristianos, en grupos o individualmente, es indispensable extender la mirada a todo el campo abarcado por el término “social”, y no restringir éste a una de sus manifestaciones o expresiones.

Jorge Gurvitch propuso una clasificación sencilla, que ayuda a poner un poco de orden en esta materia. Distingue:

a) el plano de las sociedades globales, es decir, el de los conjuntos sociales bastante completos para cubrir todas las necesidades de sus miembros, por ejemplo, un país o un grupo de países;

b) el plano de las agrupaciones parciales, como la familia, los grupos de parentesco, las asociaciones voluntarias, las clases sociales;

c) y finalmente, las múltiples formas de lazos sociales, a saber, las diversas relaciones que se establecen entre los miembros de una comunidad humana. (4)

Son numerosos, en efecto, los valores de la sociabilidad que son útiles, incluso necesarios, para una viabilidad real de los grupos menores, y hasta de las colectividades más importantes. El “problema de la incomunicación” es uno de los más graves de nuestra época. Se le estudia en todos los ambientes y se procura ponerle remedio en todos los grupos humanos: parejas, familias, comercios, fábricas, órganos directivos, etc. Y no es un cambio de estructura global lo único que podría dar una solución concreta a las dificultades de cada grupo.

Sucede que se reserva la etiqueta “social” únicamente para proyectos determinados, para reformas que tienen por objeto la transformación de las estructuras de la sociedad. El término “social” tiene una extensión más amplia y desborda de hecho este sentido restringido.

Hablando del impacto social de la vida teologal, monseñor A. Dondeyne escribía:

“A este respecto, el lenguaje paulino es de una fuerza reveladora impresionante. Para describir lo que la fe en Cristo realiza en el mundo, San Pablo habla de “una nueva creación”; de la aparición de un “hombre nuevo creado según Dios, en la justicia y en la santidad de la verdad”; y también de una participación en la manera de ser de Cristo resucitado por la acción del Espíritu. Los frutos del Espíritu son, escribe: amor, alegría, paz; longanimidad, benignidad, bondad; confianza en los demás... (Ga 5, 22-23).

Como se ve, lo que la fe vivida realiza no es una huída del mundo. Tampoco hace del cristianismo un superhombre, un ser excepcional, sustraído a la condición humana del común de los mortales. Lo que ella engendra es una cualidad existencial que transfigura la existencia humana de cada día -subrayamos- en el sentido de una mayor apertura, de una mayor verdad y veracidad, de bondad y de justicia, de libertad y de responsabilidad.” (5)

Estos valores de sociabilidad aparecen claramente dentro de una celebración litúrgica verdaderamente auténtica, o de un grupo de oración, que fundamentan un espacio de libertad, de confianza mutua, de gratuidad. Las relaciones interpersonales alcanzan allí un nivel más profundo de comunión gracias a una apertura común al Espíritu del Dios vivo. El hecho de que cada miembro del grupo esté llamado a contribuir por su parte a la oración y a la edificación del conjunto -en el sentido paulino de la palabra- tiende a crear una comunidad de intensa participación. Es ésta una experiencia social de gran significación que no puede dejar de producir impacto sobre las demás relaciones humanas, por ejemplo, en el plano económico. La primera comunidad cristiana ofrece un notable ejemplo de ello. La Escritura nos dice:

“Y todos los que habían abrazado la fe vivían unidos, y tenían todas las cosas en común; y vendían las posesiones y los bienes, y lo repartían entre todos, según que cada cual tenía necesidad.” (Hch 2, 44-45...)

Se podrían señalar otros ejemplos a lo largo de la historia de la Iglesia donde las experiencias carismáticas desembocan en el terreno sociopolítico. Recordemos, en nuestro siglo, los nombres de Teresa de Calcuta, Martín Lutero King, César Chávez, Jean Vanier -y en el mundo no cristiano, a Gandhi- para testimoniar que la oración privada y colectiva puede ser una poderosa inspiración e impulso a la acción, exorcizando y purificando a ésta de todo resabio de odio, de orgullo y de violencia.

La Renovación Carismática, que apela al radicalismo evangélico, a la complementariedad de los carismas y al servicio mutuo, es ya, por esta razón, agente de transformación de la vida social. Pero la fe vivida conducirá con toda espontaneidad también a asumir iniciativas sociales tan variadas como los infortunios humanos.

Un libro reciente (6) ofrece una amplia gama de acciones sociales concretas, al alcance de la mano, en favor de los minusválidos, presos, drogadictos, ancianos, enfermos mentales y marginados de todo tipo, hasta las grandes acciones colectivas en pro de una sociedad más justa, una libertad mejor asegurada y un ambiente más sano.

En esta misma perspectiva, hay que subrayar el papel social que juegan, dentro de la Renovación y en otros sectores, las comunidades de vida en las que el compartir total o parcialmente los bienes resucita ante nuestros ojos la imagen de las comunidades primitivas. Lo social anclado en lo religioso, era el modo como nuestros monasterios eran en otros tiempos los lugares en que el trabajo y la oración se asociaban estrechamente, en perfecto maridaje entre la liturgia y el trabajo del campo.

El compromiso social, hay que decirlo, no es simplemente un deber moral añadido, pues forma cuerpo con la evangelización. Justamente en nombre de su conciencia evangélica la Iglesia se compromete con todo lo que hace al hombre más humano, con lo que le libera para su plenitud verdadera. El Sínodo de los obispos de 1971 lo ha vuelto a decir con esta frase clave:

“El combate por la justicia y la participación en la transformación del mundo se nos presentan plenamente como una dimensión constitutiva de la predicación del Evangelio, que es la misión de la Iglesia, para la redención de la humanidad y su liberación de toda situación opresiva”.


2. EVANGELIZACIÓN Y “HUMANIZACIÓN”

Si es importante unir evangelización y humanización, hay que evitar, sin embargo, el plantear la humanización en cuanto tal, como exigencia previa a la evangelización bajo la cobertura del falso principio: “Primero hay que humanizar, después evangelizar”. Lo cual vendría a significar que primero hay que salvar al hombre de sus alienaciones para, después -solamente después- anunciarle la Buena Nueva del Evangelio. La fórmula es peligrosa porque implica la suspensión -¿provisional?- del deber de anunciar a Cristo al mundo.

Incluso cuestiona el sentido mismo de la vida apostólica o misionera de la Iglesia, tanto dentro como fuera de sus fronteras. Lo rechazable en la fórmula: “Humanizar primero y evangelizar después”, es la palabra “primero”, es decir, el orden de sucesión y de prioridad.

Hay que ocuparse simultáneamente de los dos deberes. Afirmar: esto “primero” y esto “después—, implicaría un divorcio entre la evangelización y la humanización, siendo así, por el contrario, que se implican mutuamente.

Hay que dar a los hombres a la vez medios y razones para vivir. Uno de estos deberes no exime del otro. Como escribiría muy acertadamente el Padre Chenu O.P.: “La evangelización es de un orden distinto al de la civilización. Alimentar a los hombres no es, de suyo salvarlos, incluso si mi salvación me impone alimentarlos. Promover la cultura no es, en modo alguno, convertir a la fe”.

Por otra parte, Cristo no es solamente “vida del alma”. Él quiere dar vida al hombre integral. Nada cae fuera de su dominio, ya sea la vida familiar o profesional, cívica o económica, nacional o internacional, o las diversiones, la prensa, la radio, la televisión o el empleo de la energía nuclear.

Restringir el cristianismo a unas cuantas prácticas de piedad, por importantes que sean, es destruirlo, Se comprende que, al contemplar ciertas vidas cristianas atrofiadas y esclerotizadas, el incrédulo nos acuse de despreciar o de minimizar el esfuerzo humano o la justicia social. No es al cristianismo al que debe atacar, sino al cristiano que traiciona su fe y pregona abusivamente su vinculación a ella.

No se es cristiano solamente los domingos, en la iglesia. Hay que serlo a lo largo de la semana y de la jornada, mediante la práctica de todos los mandamientos, que no se reducen ni al primero ni al sexto. Hay que incluirlos todos e introducirlo todo el Evangelio en toda la vida.


3. EL PECADO DE OMISIÓN

También se desconoce el cristianismo verdadero cuando se le reduce al aspecto negativo de la ley: “no mentirás, no maldecirás, no robarás...” Porque, aparte del mal que hay que evitar, existe el inmenso bien que hay que hacer. No basta con una buena conciencia negativa. Hay omisiones culpables y delitos por falta de amor.

Si, en el momento del triunfo de la economía los cristianos hubiesen tenido una conciencia viva de sus deberes sociales positivos ante la “miseria inmerecida” (la expresión es de León XIII), la cuestión no se hubiera planteado de manera tan dramática.

Y si, todavía ayer, el comunismo naciente hubiese hallado ante sí a cristianos consecuentes, la historia contemporánea hubiera tomado indudablemente otro rumbo. El escritor ortodoxo N. Berdiaev escribía hace algún tiempo estas líneas punzantes: “El bolchevismo tomó cuerpo en Rusia y venció allí porque yo soy lo que soy, porque no había en mí una verdadera fuerza espiritual, esa fuerza de la fe capaz de trasladar montañas. El bolchevismo es mi pecado, mi culpa. Es una prueba que se me ha inflingido. Los sufrimientos que me ha causado el bolchevismo son la expiación de mi culpa, de mi pecado, de nuestra culpa común y de nuestro pecado común. Todos son responsables de todos.” (7)

Lejos de invitar a desertar del mundo, el cristianismo impone a cada bautizado el deber de participar, según su capacidad, en las iniciativas del progreso. Por respeto a su bautismo, debe luchar, en la medida de sus fuerzas y de su competencia, contra la miseria y la pobreza, el desempleo y la enfermedad, las injusticias sociales o radicales, y trabajar para que se alcance una sociedad que favorezca la plenitud de la persona humana.


4. OTRO MUNDO Y UN MUNDO DISTINTO

Pero el compromiso del cristiano en lo temporal e histórico, no es solamente un deber impuesto por las urgencias y las tribulaciones del mundo, sino que forma parte integrante de su relación con Dios, es decir, del objetivo teológico y escatológico de su fe y de su oración.

Como escribía el P. Tillard, O, P.: “En el Evangelio une Jesús el anuncio del Reino al cumplimento de signos que son gestos en contra de lo que oprime al hombre y ensombrece existencia en este mundo. Correr la cortina de los sufrimientos, derribar las murallas del odio, hacer posible en este mundo un poco más de justicia y de paz, en una palabra, trabajar por el “auténtico crecimiento del hombre”, en el sentido de su dignidad, es objetivamente servir a Dios, instaurar el Reino en el que ahora -hasta el día en que “lo entregue a Dios su padre”- Jesús es el Señor. Incluso si en este servicio no se ha pronunciado aún el nombre del Dios Jesucristo.

Porque esta acción se cumple ante Dios, en comunión con su voluntad de que el mundo sea distinto. Con ella no se busca primordialmente la reacción de los hombres, aunque ellos sean sus beneficiarios. En efecto, el objetivo no es ganar en primer lugar al otro haciéndole caer en la sospecha de Dios o del Reino. Lo que se pretende en primer término es obedecer la voluntad del Señor sobre este mundo Y lo mismo que la voluntad de Dios en relación con este mundo distinto está intrínsicamente unida a su voluntad en relación con el otro mundo, así también la acción del cristiano respecto a este mundo quiere abrirse a un testimonio que da de Cristo y de su Padre.

Sin embargo, aquella acción en su intención primera trata de ser una colaboración en la transformación de esta tierra para ponerla en armonía con el ya del Reino que en ella está sembrado. Es, repitámoslo, un compromiso ante Dios”. (8)

Un emocionante testimonio de cristianismo, a la vez religioso y social, lo dio en su día William Booth, el fundador del Ejército de Salvación. Estas palabras fueron en cierto sentido su testamento espiritual: Helas aquí:

“Mientras haya mujeres que lloren,
como ocurre hoy, yo combatiré.

Mientras haya niños pequeños
con hambre, como sucede hoy, yo combatiré.

Mientras vaya el hombre a la cárcel,
yo combatiré.

Mientas quede un solo borracho,
yo combatiré.

Mientras por las calles quede una
sola muchacha pobre, yo combatiré.

Mientras haya un alma privada de
la luz de Dios, yo combatiré.

¡Y combatiré hasta el fin! (9)



5. ESPÍRITU SANTO Y COMPROMISO SOCIAL

La Escritura y la Tradición de la Iglesia dan testimonio de ello. La acción del Espíritu Santo en nosotros es lo que garantiza la autenticidad de nuestra relación con Dios. Poder de comunión, es Él el que asegura la unidad de la obra de Dios, a la vez Creador y Padre.

Tal es el significado de esta invocación que la liturgia de la Iglesia pone frecuentemente en nuestro labios: “Envía tu Espíritu y todo será creado, y renovarás la faz de la tierra”. Estas palabras son profundas y deben sopesarse. Cuando miramos la faz de la tierra, ¿cómo no sentirnos sobrecogidos de temor y hasta de desesperación? ¿Adónde vamos? ¿Qué le pasará mañana a esta humanidad si algún irresponsable aunque sea por inadvertencia, pulsa un botón que podría sumir al mundo en una explosión nuclear apocalíptica? ¿Qué ocurrirá cuando la ciencia pueda manipular al hombre a su antojo desde antes de su nacimiento y en todas sus etapas, hasta la muerte? ¿Cómo se comportará el hombre cuando el poder político disponga de medios excepcionalmente eficaces para influir en la opinión y en el comportamiento de las poblaciones?

Hoy más que nunca, los cristianos deben aprender la verdadera libertad, mediante una disponibilidad renovada al Espíritu Santo. Deben estar presentes de manera activa para afrontar los problemas que ponen en juego la vida de los hombres y de la civilización. Tienen que entrar en el Cenáculo para dejarse cubrir –en la oración- por su sombra vivificante, después tendrán que salir, llegar hasta la plaza pública, y dar testimonio con seguridad humilde y fraterna.


6. EL ESPÍRITU Y SUS CARISMAS

El cristiano tiene necesidad del Espíritu, de sus dones, de sus carismas, no sólo para su vida espiritual privada, sino también para contribuir a la curación de los males de la sociedad. Estos también han de ser discernidos por el don de sabiduría y sometidos al poder de sanación del Único Salvador del mundo. El cristiano “social”, lo mismo que el cristiano “carismático”, necesita entregarse a la acción del Espíritu Santo para que a través de su colaboración humana y técnica pueda realizarse en profundidad la renovación del mundo.

El Espíritu santificador es el mismo que el Espíritu creador. Por eso, el Espíritu respeta nuestra condición humana, la valora y la refuerza. No invalida el juego de los factores humanos, al contrario, acentúa su autonomía. Pero los “sobredetermina” y hace de ellos signos eficaces del poder y de la bondad de Dios.

Estamos destinados a ser hijos de Dios por adopción. El Espíritu Santo quiere al hombre en su integridad humana; incluso lo lleva más allá no sólo de sus capacidades nativas, sino también más allá de sus sueños audaces. Nos llama y nos introduce en el misterio trinitario. Ni más ni menos. “Nuestro programa social es la Trinidad”, decía en el siglo pasado N. Fedorov. (10)

Tenemos que ampliar el horizonte y la audacia de nuestra fe en el Espíritu Santo.

“El Espíritu Santo, se ha dicho, alcanza la articulación de lo que, en nosotros, es interior y exterior, espíritu y carne, palabra y silencio, antiguo y nuevo, muerte y vida, ordinario y extraordinario, carisma e institución, individual y colectivo, etc. Ordena constantemente los dos términos, el uno al otro, en una reciprocidad que confiere a la criatura el ser imagen, semejante a su Creador. El Espíritu actúa en el hombre en la conexión unificante de su complejidad viviente” (11)

Se desbloquearía igualmente, creo yo, la tensión entre lo “carismático” y lo “social” si se comprendiese la profundidad y la amplitud de la acción del Espíritu Santo, y si la teología de los carismas desbordase y corrigiese interpretaciones exegéticas, demasiado estrechas y restrictivas.

Sin el Espíritu Santo y sus carismas no hay Iglesia. Los carismas pertenecen a su misma naturaleza de “Sacramento universal de la salvación” (12), y son igualmente constitutivos de la vida cristiana en su expresión tanto individual como comunitaria.

Ningún grupo de movimiento en la Iglesia puede pretender, por consiguiente, monopolizar para sí el Espíritu y sus carismas.

Los “carismas” de los que trata san Pablo, sin que, por lo demás, pretenda dar una lista exhaustiva, no se reducen a manifestaciones “extraordinarias”, pues se manifiestan en toda la vida de la Iglesia. El Apóstol habla de ellos como de experiencias importantes de la vida eclesial; pero no por ello constituyen el fundamento de su teología sobre el Espíritu Santo.

Los carismas del Espíritu son innumerables. Gracias a ellos cada miembro de la Iglesia está al servicio del Cuerpo entero. Los carismas son esencialmente funciones ministeriales orientadas a la edificación del Cuerpo y al servicio del mundo. En cada cristiano, el Espíritu se manifiesta mediante una función ministerial de servicio. Ningún cristiano carece de algún ministerio en y para la Iglesia y el mundo.


7. LOS FRUTOS DEL ESPÍRITU SANTO

La acción del Espíritu, por interior que sea, tiende a la fecundidad exterior.

El Espíritu da frutos. ¿Qué significa esto? “La noción etimológica de fruto, en la Escritura, -escribe M. Ledrus-, responde a la de producto más bien que a la de fruición y de gozo. El concepto de fruto procede, de hecho, de la unión apostólica fructuosa más bien que de unión contemplativa, fruitiva... El fruto del Espíritu Santo es un fruto de carácter espiritual más que un fruto simplemente gustado.” (13)

En este sentido, el “fruto” comporta, en primer lugar, una fructificación interior abundante de vida teologal, pero también una repercusión un brillo social, una fructificación visible a nuestro alrededor, en el mundo: Esta fructificación es como una “epifanía divina en la sociedad cristiana”. Aquí, como en todas partes, la existencia cristiana aparece, cuando es auténtica, sobreabundante en interioridad, y floreciendo siempre en la sociedad humana.


8. LA Miseria DEL MUNDO A LA LUZ DEL ESPÍRITU

Todo cristiano debe saber que las miserias del mundo no sólo se explican por el juego de los hombres, por el enfrentamiento de los intereses opuestos, sino también porque las fuerzas del mal toman en ello una parte misteriosamente activa y el poder del Príncipe de las tinieblas no es una frase vacía. Tampoco puede ignorar, so pena de irrealismo, la herida que el pecado original inflingió a la humanidad. Es preciso luchar por un mundo mejor, utilizando las armas del Espíritu enumeradas ya por san Pablo, y analizando los males de la sociedad a la luz del Espíritu Santo, el cual conducirá al cristiano a las fuentes mismas del mal, es decir, a la influencia» del pecado. Porque el mal último que nosotros sufrimos, hay que atreverse a decirlo, no está en las instituciones, ni en las cosas; está en nosotros, en nuestra voluntad, en nuestra alma. Este mal interior y profundo engendra los abusos sociales que renacen sin cesar bajo todos los regímenes. Si no se ataca, podrán desplazarse las injusticias, cambiarse de campo, pero no se suprimirán.

Jamás se dirá suficientemente hasta qué punto el pecado es, por sí mismo, antisocial. Quebranta disimuladamente los lazos fraternos y compromete la humanización del mundo. La fe nos dice, además, que quebranta el Cuerpo místico de Cristo en toda su entidad, y que todo el pecado refuerza misteriosamente la influencia de Satanás en el mundo. El drama del mundo tiene raíces en su drama espiritual cuyo teatro no es otro que la conciencia de los hombres. Este drama termina siempre escribiéndose en los hechos. El pecado, que se describe como ausencia de ser, sacude al mundo hasta sus cimientos, mientras que la gracia de Dios lo regenera y lo lleva a su mayor perfección individual y comunitaria.

Gracias a la fe, sabemos que solamente el nombre de Jesús puede, en última instancia ser verdaderamente portador de salvación. Sin él, quedamos en la superficie de las cosas. Existe una manera cristiana de trabajar por la promoción humana, trátese de educación, de salud o de desarrollo del tercer mundo. Esto no excluye en nada la colaboración que el cristiano debe, hacer con sus hermanos los hombres, especialmente en una sociedad pluralista como la nuestra. No se trata de encerrar al cristiano en ghetos, sino que debe saber que se halla siempre y en todas partes, por el hecho de su bautismo, bajo el impulso del Espíritu. Cualquiera que sea el problema con que se enfrente, debe optar por creer que la sabiduría y el poder del Espíritu pueden iluminarlo y guiarlo.

El Espíritu Santo en nosotros es semejante a un faro que, en nuestra noche, proyecta su luz sobre la costa y nos revela los peligros secretos, los arrecifes ocultos. Nos ayuda a discernir mejor todo lo que es inhumano en la sociedad que nos rodea. Nos fuerza a comprender que el conformismo social oculta abismos de cobardía, de respeto humano y de miedo. Nos revela los falsos dioses de nuestro tiempo y denuncia nuestras idolatrías sucesivas. Los ídolos de hoy no se llaman Baal o Astarté; se llaman la sociedad de lucro y de consumo, o también, la sociedad permisiva, entregada a las fluctuaciones de cada día. Se les rinde culto cada vez que se acepta, “para evitar lo peor”, dictaduras inhumanas, guerras injustas, discriminaciones raciales. En otro tiempo, morían los cristianos por haber negado algunos granos de incienso a los ídolos. El César de hoy no lleva generalmente un nombre propio; su nombre es el ambiente general de nuestro tiempo, el ambiente contaminado que nos envuelve...

Es necesario, a la vez, conservar en el corazón una viva esperanza que nos lleve a la gloria de Dios y a trabajar en este mundo con todas nuestras energías, para hacer más habitable la tierra de los hombres. La visión del futuro debe hacernos valorar el presente, sin rebajarlo. Cada esfuerzo de promoción humana tiene su precio, y es ya como una anticipación “de esos cielos nuevos y de esa tierra nueva” que se preparan. Hay que estar, a la vez, con la mirada puesta en el más allá, que rebasa todos nuestros sueños, y sinceramente comprometidos en el hoy de Dios, en el corazón del mundo.
Porque es “creador de vida” y poder de comunión, el Espíritu Santo nos orienta hacia lo concreto y lo vivencial, hacia nuestra relación filial con Dios, y hacia nuestra relación fraternal con todos los hombres.

Es esta realidad concreta, a la vez grandiosa y dramática, la que Dom Helder Cámara nos invita a encontrar en las páginas que siguen.

SIGUIENTE.....



NOTAS:

(1) L. J. Cardenal SUENENS. La Iglesia en estado de misión. Desclée de Br. Bilbao, 1955.

(2) A. DONDEYNE – R. GUELLUY – A. LEONARD, Comment s’articulent amour de Die et amour des hommes?, Revue Théologique de Louvain 4 (1973) 4

(3) Citado en Vocation et Victoire. Recueil d’hommage et de reconnaissance à Erick Wickberg, edit. Brunnen et Cie., Basilea

(4) cf. G. GURVITCH. La vocation actuelle de la sociologie. Vol I

(5) A. DONDEYNE – R. GUELLUY – A. LEONARD, Comment s’articulent amour de Dieu et amour des homes. Revue Theologique de Louvain 4 (1973).

(6) cf. Sh. MACMANUS FAHEY, Charismatic social action. Paulist Press. Nueva York, 1977

(7) N. BERDIAEFF, Un nouveau Moyen Age, Paris. 1930, pp. 186-187

(8) J. M. TILLARD, Vie religieuse “active” et insertion dans le monde du travail, en Vie Consacrée 49 (1977) 266. Una obra reciente del mismo autor lleva este título significativo, Devant Dieu et pour le monde, du Cerf. París, 1974.

(9) W. BOOTH, Soldats san fusils, p 47

(10) Citado por Oliver Clement en Le Monde, 16-17 de Julio, 1978.

(11) A. DEMOUSTIER, S.J. , L’intervention de l’Esprit Saint. Christus nº 93 (1977) 114

(12) cf. Lumen Gentium, nº 1

(13) M. LEDRUS. Fruits du Saint-Esprit, La Vie Spirituelle (1947) 717.


DOCUMENTO DE MALINAS – 4

RENOVACIÓN Y  PODER DE LAS TINIEBLAS
CARDENAL SUENENS

Tradujeron: Rodolfo Puigdollers Noblom e Ignacio Puigdollers Llorens sobre el original francés Renouveau et Puissences des Ténébres.


CONTENIDO
Prefacio. Cardenal Joseph Ratzinger
Presentación

PRIMERA PARTE: IGLESIA Y «PODER DE LAS TINIEBLAS»
I. El demonio ¿mito o realidad?
II. La Iglesia, eco e intérprete de la Palabra de Dios
III. La Iglesia y la vida sacramental "liberadora"
IV. La Iglesia ante "el misterio de la iniquidad"
V. La Iglesia ante el pecado

SEGUNDA PARTE: RENOVACIÓN CARISMÁTICA Y «PODER DE LAS TINIEBLAS»
VI. La renovación carismática como "experiencia del E.S."
VII. La renovación y el sentido reavivado del Mal

PREFACIO
VIII. La renovación y demonología subyacente
IX. Práctica de la "liberación" de demonios
X. La renovación y la expulsión de demonios: observaciones teológicas
XI. La renovación y la expulsión de demonios: observaciones psicológicas

TERCERA PARTE: LA RENOVACIÓN EN EL CORAZÓN DE LA IGLESIA
XII. Las armonizaciones necesarias
XIII. Perspectivas finales

Conclusión
Índice general
PREFACIO

Aunque el período postconciliar parece que responde poco a la esperanza del Papa Juan XXIII que deseaba «un Nuevo Pentecostés», sin embargo su oración no ha quedado sin continuación.

En el corazón de un mundo impregnado de un escepticismo racionalista, ha brotado una nueva experiencia del Espíritu Santo. Esta experiencia ha tomado, desde entonces, la amplitud de un movimiento de renovación a escala mundial.

Lo que el Nuevo Testamento dice con respecto a los carismas que aparecieron como signos visibles de la venida del Espíritu no es ya solamente historia antigua, sino que se hace plena actualidad. Pero allí donde el Espíritu de Dios se hace más cercano, se ve también aparecer, por contraste, una conciencia más aguda con respecto a lo que se le opone. Chesterton lo señalaba ya en una frase conocida: «Un santo es uno que sabe que es pecador».

Mientras una teología racionalista y reduccionista lleva al demonio y al mundo de los malos espíritus a no ser más que una etiqueta que recubre todo lo que amenaza al hombre en su subjetividad, se ve surgir, en el contexto de la Renovación, una nueva toma de conciencia concreta del Poder del Mal y de sus engaños que amenazan al hombre.

Esta toma de conciencia ha suscitado una «oración de liberación del demonio» que se ha desarrollado hasta el punto de parecer un rito de exorcismo y convertirse hoy en parte integrante de la vida de ciertos grupos carismáticos.

Salta a los ojos que esta práctica se presta a peligros considerables, pero que no se la aparta con una ironía fácil, en detrimento de los «carismáticos», ni por una crítica superficial de tipo más o menos racionalista.

Sólo un verdadero código de circulación, elaborado desde dentro y enraizado en el espacio mismo de los dones del Espíritu puede responder a las necesidades de discernimiento en la materia. Y entre estos dones, está el don de sabiduría y de equilibrio, inspirado él mismo por el Espíritu y que responde a la invitación de San Pablo: «No apaguéis el Espíritu..., examinadlo todo, conservad lo que es bueno» (1 Ts 5, 20).

El cardenal Suenens, en el libro que presentamos, ha asumido la labor -y se lo agradecemos- de obrar este discernimiento de espíritus y de indicar una conducta inspirada por el Espíritu. Este trabajo es igualmente importante para los movimientos de Renovación como para la Iglesia entera.

Pone en primer lugar la pregunta base, decisiva para la evolución fructuosa de la Renovación: ¿Cuál es la relación entre la experiencia personal y la fe común de la Iglesia? Los dos factores son importantes: una fe dogmática sin experiencia personal queda vacía, una simple experiencia sin lazos con la fe de la Iglesia queda ciega.

El aislamiento de la experiencia constituye una grave amenaza para el verdadero cristianismo, y esto aun fuera de los movimientos de Renovación. Aun cuando este aislamiento tenga un punto de partida «pneumático», es un tributo pagado al empirismo que domina nuestro tiempo.

Tal aislamiento de la experiencia está estrechamente ligado al fundamentalismo que separa la Biblia del conjunto de la historia de salvación y que la reduce a una experiencia del yo sin mediación alguna; lo que no responde ni a la realidad histórica, ni a la amplitud del misterio de Dios. Aquí también, la verdadera respuesta se encuentra en la comprensión de la Biblia en unión con toda la Iglesia, y no simplemente en una lectura historizante aislada.

Lo que muestra, una vez más, que carisma e institución se implican y que no es el «nosotros» del grupo lo que cuenta, sino el gran «nosotros» de la Iglesia de todos los tiempos. Sólo él puede dar el cuadro adecuado, necesario para «conservar» lo que es «bueno», como «discernir los espíritus».

Es partiendo de estas categorías básicas de la vida espiritual que el cardenal Suenens lleva a su verdadera dimensión el problema de los demonios y sitúa la oración de liberación.

El misterio de iniquidad se inserta así en la perspectiva cristiana fundamental, es decir, en la perspectiva de la Resurrección de Jesucristo y de su victoria sobre el Poder del Mal. En esta óptica, la libertad del cristiano y su tranquila confianza «que rechaza el miedo» (1 Jn 4, 18) toma toda su dimensión: la verdad excluye el miedo y así permite reconocer el poder del Maligno.

La ambigüedad es lo propio del fenómeno demoníaco: por consiguiente el centro del combate del cristiano contra el demonio será vivir día tras día a la luz de la fe.

No podemos sino recomendar de una forma insistente la lectura y el estudio atento de este libro para deducir, a partir de las perspectivas fundamentales abiertas, las directrices prácticas que se siguen para el uso de los grupos de Renovación y en particular para la práctica de la oración de liberación.

Se prestará atención también a la doble llamada del cardenal que merece la mayor consideración: por una parte, la llamada que dirige a los responsables del ministerio eclesial -desde los sacerdotes de parroquia hasta los obispos- para que no pasen de largo ante la Renovación, sino que la acojan plenamente; por otra parte, la llamada a los miembros de la Renovación para que busquen y conserven la unión con la Iglesia entera y con los carismas de los pastores.

Como Prefecto de la Congregación para la Doctrina y la Fe, no puedo sino saludar cordialmente la obra del cardenal Suenens: es una importante contribución al verdadero desarrollo de la vida espiritual en la Iglesia de hoy.
Espero que el libro será tomado en consideración, tanto dentro como fuera de la Renovación, y que será aceptado como hilo conductor en los problemas que ha tratado en estas páginas.

Roma, fiesta de Santiago 1982
Cardenal Joseph Ratzinger








PRESENTACIÓN

Este «Documento de Malinas - 4» trata de un tema especialmente delicado. Querría dar respuesta a esta pregunta: ¿cuál debe ser, teórica y prácticamente, la actitud cristiana frente a la realidad y a las influencias del Espíritu del Mal en el mundo? Problema difícil, por cuanto se trata, por definición, de un terreno tenebroso al que debemos acercarnos exentos de cualquier simplismo, ya sea de tipo fundamentalista o racionalista.

No es mi intención explorarlo en todas direcciones, sino limitarme a exponer cuál es, sobre este particular, el pensamiento y la práctica pastoral de la Iglesia y confrontarlos con determinados comportamientos en materia de liberación y de exorcismos, que podemos observar en grupos o comunidades de la Renovación carismática.

Pablo VI invitó muy explícitamente a estudiar de nuevo lo que hace referencia a la acción del Maligno, tan ajeno a nuestra mentalidad contemporánea. Nuestro trabajo se inscribe en esta perspectiva.

En lógica rigurosa hubiera sido preciso estudiar ante todo el «carisma de curación» -reactualizado por y en la Renovación-, con el que guarda alguna relación la práctica de la liberación y del exorcismo, sin identificarse no obstante con Él. Pero el tema hubiera resultado demasiado extenso y la urgencia de las necesarias clarificaciones ha impuesto la elección y la prioridad.

Querríamos ayudar a trazar un camino seguro entre este doble peligro:

- subestimar la presencia del Espíritu del Mal en el mundo; y

- combatirlo sin el discernimiento y las garantías eclesiales indispensables.

Quiérase o no, la Iglesia se halla enfrentada con un problema pastoral grave que afecta a la misma entraña de su misión en el mundo. No puede dejarlo de lado, a pesar de la complejidad y de la delicadeza del tema: se trata de su fidelidad al Evangelio y de su deber de hacer frente a la influencia del Mal en el mundo contemporáneo.

Ya de entrada, al escribir la palabra «Mal» con mayúscula, me encuentro obligado a hacer una opción. ¿Debo escribir la palabra con minúscula y designar con ella, globalmente, las influencias nocivas y destructoras que hoy día se ciernen sobre el hombre y la sociedad? ¿O se trata, además, de reconocer, por encima de estas fuerzas malignas y obscuras intrahumanas, un Poder del Mal, dotado de inteligencia y de voluntad, actuando en el mundo?

No podemos eludir la pregunta ni el dilema: o afirmamos la existencia del Demonio, con riesgo de parecer estar en desacuerdo con la mentalidad crítica moderna, o bien la rechazamos, con riesgo entonces de encontrarnos en desacuerdo con el Evangelio y la Tradición de la Iglesia.

En las páginas que siguen, querría ayudar a abrir un camino entre Escila y Caribdis, sin escamotear los datos del problema. No puedo menos de afirmar sin reservas la existencia del Espíritu del Mal, pero al mismo tiempo debo prevenir contra la tentación de aventurarse temerariamente por un camino poblado de asechanzas.

La seguridad en las carreteras se consigue mediante el empleo de señales verdes y rojas, alternando con otras intermitentes de color naranja. En el caso que nos ocupa, sería nuestra intención ofrecer un servicio similar.

Este «Documento de Malinas - 4» trata de un problema que nos preocupa a todos, por encima de las fronteras de la Renovación carismática y pretende dejar bien establecido el pensamiento auténtico del magisterio, a la vez que señalar algunas desviaciones. Con el fin de facilitar el estudio de estas páginas, se ha dividido el texto en números, para su discusión y análisis en grupos, en el transcurso de sesiones o de seminarios.

Cada capítulo termina con una oración, tomada de la liturgia de la Iglesia. Se trata de una invitación a leer estas páginas y también a rezarlas, en profunda comunión con la fe de la Iglesia que da a nuestra propia fe su plena dimensión, su fuerza y su seguridad. La Iglesia orante es ya por sí misma Iglesia docente.

Estas páginas se han escrito en la oración y en el sufrimiento, sabiendo que, de una parte, parecerán anticuadas a los que consideran al Demonio como un mito, y, de otra parte, poco o nada apoyadas en la experiencia pastoral a ojos de los que practican en gran escala la liberación, y que, por añadidura, temen que las llamadas de alerta podrían desacreditar a la Renovación. Por mi parte creo, por el contrario, que poner las cosas en su lugar sólo puede contribuir a asegurar mejor la credibilidad de la Renovación y sus inmensas virtualidades espirituales.

Por lo que se refiere a la experiencia, diré sencillamente que no puedo dudar de la influencia diabólica en acción en algunos casos concretos, y que he sido testigo o instrumento de exorcismos liberadores. Doy las gracias, por otra parte, a los dirigentes de la Renovación -sacerdotes y laicos- que me han permitido hacerme cargo sobre el terreno, en diversos países del mundo, de la manera como se practicaba la «liberación».

Querría que este trabajo pudiera ayudar a despejar obstáculos y a allanar los caminos del Señor. Más que nunca, el Espíritu Santo nos debe iluminar a todos: únicamente él nos puede introducir en la comprensión del misterio de la Redención y en la plenitud de la Verdad. Y ésta última es ya, por sí misma, liberación, según las palabras del Señor: «La verdad os hará libres» (Jn 8, 32).

¡Que María nos obtenga del Señor la gracia de penetrar, con humildad y disponibilidad, en el discernimiento y en la sabiduría maternal de la Iglesia!
Que ella nos ayude a cada uno de nosotros a abrirnos plenamente al Espíritu Santo y a enfrentarnos, con valor y discernimiento, a todo lo que entorpece y se opone al reino de Dios en este mundo que es el nuestro y que, según la expresión de Pablo VI, es a la vez «magnífico y dolorosamente trágico».

† Cardenal L. J. Suenens








PRIMERA PARTE

Iglesia y “poder de las tinieblas”


CAPÍTULO I.

EL DEMONIO, ¿MITO O REALIDAD?

1. LA FE DE LA IGLESIA

1 Es forzoso reconocer que entre los cristianos existe hoy día una cierta desazón a propósito de la existencia del o de demonios. ¿Mito o realidad? ¿Satanás debe ser relegado al reino de los fantasmas? ¿Se trata simplemente de la personificación simbólica del Mal, de un mal recuerdo de una época precientífica ya superada?

Un gran número de cristianos se deciden por el mito; los que aceptan la realidad se sienten cohibidos e incómodos para hablar del Demonio, por temor a parecer que se solidarizan con las representaciones de que le ha hecho objeto la fantasía popular, y que desconocen los progresos de la ciencia.

La catequesis, la predicación, la enseñanza teológica en las universidades y en los seminarios evitan generalmente el tema. E incluso en los lugares donde se discute la existencia del Demonio, apenas es objeto de examen su acción y su influencia en el mundo. El Demonio ha conseguido hacerse pasar por un anacronismo: es el colmo del éxito solapado.

En estas condiciones, hace falta valor al cristiano de hoy para desafiar la ironía fácil y la sonrisa conmiserativa de sus contemporáneos.

Y ello tanto más cuanto que reconocer la existencia del Demonio no se aviene demasiado con lo que Leo Moulin llama «el optimismo pelagiano de nuestra época».

Más que nunca el cristiano está invitado a tener confianza en la Iglesia, a dejarse conducir por ella, a hacer suya una vez más la humilde oración que ella pone en nuestros labios en el transcurso de cada Eucaristía:

«Señor, no mires nuestros pecados, sino la fe de tu Iglesia».

Nuestra fe personal, pobre y vacilante, se fortifica y se alimenta de la fe eclesial que la conduce, la sostiene, y le da empuje y seguridad. Ello es especialmente verdadero en este terreno.

2 Con este espíritu filial debemos oír la voz del Papa Pablo VI, que nos invita a dominar la desazón, a romper el silencio y a reconocer que todavía hoy la presencia del Maligno no es, ¡por desgracia! , un anacronismo. He aquí el pasaje clave de su declaración:

Un ser vivo, espiritual, pervertido

«...El mal no es solamente una deficiencia, sino una eficiencia, un ser vivo, espiritual, pervertido y pervertidor. Terrible realidad. Misteriosa y pavorosa. Se sale del cuadro de la enseñanza bíblica y eclesiástica quien se niega a reconocer su existencia; o bien la explica como una pseudo-realidad, una personificación conceptual y fantástica de las causas desconocidas de nuestras desgracias...

...Es el homicida desde el principio... y padre de toda mentira como lo define Cristo (cf. Jn 8, 44-45); es el insidiador sofístico del equilibrio moral del hombre...

...No se ha dicho que todo pecado se deba directamente a la acción diabólica; pero es, sin embargo, cierto que quien no vigila con cierto rigor moral sobre sí mismo (cf. Mt 12, 45; Ef 6, 11) se expone a la influencia del ‘mysterium iniquitatis’, a que se refiere San Pablo (2 Ts 2, 3-12), y hace problemática la alternativa de su salvación» .(1)

3 Sobre el mismo tema, veamos a continuación las conclusiones de un autorizado estudio publicado por L'Osservatore Romano bajo el título «Fe cristiana y demonología», y recomendado por la Congregación para la Doctrina de la Fe como base segura para reafirmar la doctrina del Magisterio sobre esta materia. El autor empieza diciendo por qué la existencia de Satanás y de los demonios no ha sido nunca objeto de una declaración dogmática.


Fe constante y vivida

«En lo que concierne a la demonología, la posición de la Iglesia es clara y firme. Es cierto que en el transcurso de los siglos, la existencia de Satanás y de los demonios no ha sido nunca objeto de una afirmación explícita de su magisterio. La causa de ello es que la cuestión nunca se planteó en estos términos: tanto los herejes como los fieles, igualmente apoyados en la Escritura, estaban de acuerdo en reconocer su existencia y sus principales fechorías. Por este motivo, cuando hoy se pone en duda su realidad, debemos recurrir, como antes hemos recordado, a la fe constante y universal de la Iglesia, así como a su principal fuente, que es la enseñanza de Cristo. Y, efectivamente, en la enseñanza evangélica y en el corazón de la fe viva es donde se revela como un dato dogmático la existencia del mundo demoníaco» .(2)

A continuación nos muestra el autor -con una cita de Pablo VI en su apoyo- que no se trata de una afirmación secundaria de la que se puede fácilmente prescindir, como si no tuviese relación con lo que está en juego en el misterio de la redención.

«La desazón contemporánea que hemos denunciado al principio no pone, por tanto, en duda un elemento secundario del pensamiento cristiano: se trata de una fe constante de la Iglesia, de su concepción de la Redención y, en su punto de partida, de la conciencia misma de Jesús. Por este motivo, hablando recientemente de esta ‘realidad terrible, misteriosa y temible' del Mal, el Papa Pablo VI podía afirmar con autoridad: “Se sale del cuadro de la enseñanza bíblica y eclesiástica quien se niega a reconocer su existencia; o bien quien hace de ella un principio que existe por sí y que no tiene como cualquier otra criatura, su origen en Dios”. Ni los exégetas ni los teólogos deberían dejar de tener en cuenta esta advertencia» .(3)

Afirmar la existencia del demonio no es caer en el maniqueísmo, ni disminuir por eso la responsabilidad y la libertad humana.


Responsabilidad y libertad del hombre

4 «Al subrayar actualmente la existencia demonológica, la Iglesia no se propone ni hacernos volver a las especulaciones dualistas y maniqueas de otros tiempos, ni presentarnos un sucedáneo racionalmente aceptable. Ella solamente quiere permanecer fiel al Evangelio y a sus exigencias. Es indudable que ella jamás ha permitido al hombre eludir su responsabilidad, mediante atribuir sus faltas a los demonios. Ante tal escapatoria, si llegaba el caso, la Iglesia no vacilaba en pronunciarse diciendo con San Juan Crisóstomo: “No es el diablo, sino la incuria propia de los hombres la causante de todas sus caídas y de todas las desgracias de que se lamentan”.

En este sentido, la enseñanza cristiana, por su vigor en asegurar la libertad y la grandeza del hombre, en poner a plena luz el poder y la bondad del Creador, no muestra la menor debilidad. Ha denunciado en el pasado y condenará siempre el recurso demasiado fácil a dar como pretexto una tentación demoníaca. Ha proscrito la superstición igual que la magia. Ha rechazado cualquier capitulación doctrinal ante el fatalismo, toda renuncia de la libertad ante el esfuerzo» (4)

El espíritu crítico y la prudencia son necesarios más que en otros puntos en un terreno en que el discernimiento es difícil y requiere él mismo garantías.


Exigencia crítica

«Además, desde el momento en que se habla de una intervención diabólica posible, la Iglesia deja siempre lugar, como por el milagro, a la exigencia crítica. Se requiere efectivamente reserva y prudencia. Es fácil engañarse con la imaginación, dejarse confundir con relatos inexactos, torpemente transmitidos o abusivamente interpretados. Aquí, como en otros campos, se debe utilizar el discernimiento. Hay que dejar campo abierto a la investigación y a sus resultados» .(5)


2. EL DEMONIO, ¿ANTAGONISTA DE DIOS?

5 La alusión, en la cita, a las especulaciones dualistas y maniqueas, es una puesta en guardia contra cualquier teoría que hiciera del Demonio una especie de Contra-Poder, de Antagonista directamente opuesto a Dios, en suma, como dos rivales en una misma línea de combate.

Se debe evitar, en efecto, imaginar a Satanás como una especie de anti-Dios, como si se tratara de dos absolutos enfrentados, como el Principio del Bien frente al Principio del Mal. Dios es el único Absoluto trascendente y soberano: el Demonio, criatura de Dios, originariamente buena en su realidad ontológica, desempeña en la creación un papel de parásito destructor, negativo y subalterno. Es el Padre de la mentira, de la perversión. Es una fuerza consciente que conoce, quiere, persigue un designio destructor y se coloca y obra así en el anti-reino, es decir, en la oposición al Reino mesiánico.

No debemos tener a Satanás como al Adversario que planta cara a Dios, le provoca y le mantiene en jaque.

Desde que Satanás, principio del mal, aparece en la Biblia bajo la figura de la «serpiente», se hace hincapié en que se trata de una criatura de Dios (Gn 3, 1). Pero ante todo es el enemigo del hombre (Sb 2, 24), el enemigo del designio de Dios sobre el hombre. En los Ejercicios Espirituales, San Ignacio le llama «el enemigo de la natura humana».

Justamente así es cómo le muestran los primeros capítulos del libro de Job. Satanás para llevar a cabo su malvado designio contra el hombre se adelanta entre «los Hijos de Dios que venían a presentarse ante el Señor» (Jn 1, 6; 2, 1).

El Antiguo Testamento se muestra prudente sobre el papel de Satanás, tal vez para evitar que Israel haga de él un segundo Dios. Más importancia cobrará en el judaísmo contemporáneo de Cristo, cuando para el judaísmo ya no existía el peligro, a causa de estar plenamente establecida la absoluta trascendencia de Dios.

Bajo el nombre de Satanás (el Adversario), o de Diablo (el Calumniador), la Biblia lo presenta como un ser personal, invisible por sí mismo, incorporal, dotado de conocimiento y de libertad.

En cuanto a los demonios, en el mundo pagano griego se los identifica con los espíritus de los muertos o con divinidades paganas. En la Biblia, por el contrario, designan diversos «espíritus del mal» que el Nuevo Testamento denomina «espíritus impuros».


3. JESÚS Y EL DEMONIO

6 No podemos leer el Evangelio sin sentirnos sorprendidos por la presencia del Maligno en su oposición a Jesús. El enfrentamiento es constante aunque no aparezca siempre en primer plano. Se le percibe claramente en el umbral de la vida pública del Salvador. El relato de la tentación de Jesús en el desierto es como el prefacio de la misión que el Salvador se disponía a cumplir y como la clave del drama que iba a desarrollarse en el Calvario.

Esta confrontación inevitable no es un simple episodio entre otros, sino una anticipación del drama final, como si se corriera el velo entreabriéndonos ya el misterio del Viernes Santo. Por su parte, San Lucas termina el relato de la tentación en el desierto con estas palabras: «Acabada toda tentación, el diablo se alejó de él hasta un tiempo oportuno» (Lc 4, 13). Con ello se alude indudablemente a la confrontación final, que terminará en la hora de la pasión.

La referencia a «las tinieblas» se repite en el Evangelio como para hacernos palpar -entre líneas la hostilidad solapada del Enemigo.

Cuando Judas sale del Cenáculo, después que «entró en él Satanás» (Jn 13, 27), San Juan hace constar que «era de noche» (Jn 13, 30). El detalle no se consigna por puro prurito de precisión histórica.

La presencia hostil del Enemigo se adivina en filigrana, a cada paso, y cuando Jesús expira en la Cruz, el escritor inspirado hace constar, no por prurito de detalle sino a causa de su densidad teológica, que las tinieblas cubrían el cielo de Jerusalén.

Por lo demás, la lucha de Cristo contra el Tentador la encontramos varias veces a lo largo de su existencia. Jesús luchará contra aquellos de los que se vale el Demonio como instrumentos para hacerle desviar del camino del Padre: los judíos de su tiempo, y en algunas ocasiones, los mismos apóstoles, Pedro (Mt 16, 23), Santiago y Juan (Lc 9, 54-55).

Se trata de una constante en su vida: no tenemos el derecho de ponerla entre paréntesis y de pasarla en silencio.



PARA REFLEXIÓN E INTERCAMBIO

1. Reconocer la existencia del mal (con minúscula) es una cosa; reconocer la existencia del Mal (con mayúscula) es otra. Analizar a este respecto las palabras del Papa Pablo VI (n. 2).

2. Sacar los puntos esenciales del Documento publicado por L'Osservatore Romano: ¿Por qué la existencia de Satanás no ha sido nunca objeto de una afirmación explícita del Magisterio? (n. 3).

3. ¿Cuáles son las exageraciones que hay que evitar sobre la naturaleza y la función del Demonio? (nn. 4 y S).

4. Señalar en el Evangelio la presencia del Maligno en su oposición a Jesús (n. 6).

Pidamos con la fe de la Iglesia entrar en toda la dimensión del misterio de la Redención:

"Oh Dios, que, para librarnos del poder del enemigo, quisiste que tu Hijo muriera en la cruz; concédenos alcanzar la gracia de la resurrección".

Oración del Miércoles de la Semana Santa

CAPÍTULO II
LA IGLESIA, ECO E INTERPRETE DE LA PALABRA DE DIOS



1. LA IGLESIA EN REFERENCIA VITAL A LA PALABRA

7 El Vaticano II, en la Constitución sobre la Revelación, ha marcado esta referencia vital en términos de rara densidad.

«El oficio de interpretar auténticamente la palabra de Dios escrita o transmitida ha sido confiado únicamente al Magisterio vivo de la Iglesia, cuya autoridad se ejerce en el nombre de Jesucristo. Este Magisterio, evidentemente, no está sobre la palabra de Dios, sino que la sirve, enseñando solamente lo que le ha sido confiado, por mandato divino y con la asistencia del Espíritu Santo, la oye con piedad, la guarda con exactitud y la expone con fidelidad, y de este único depósito de la fe saca la que propone como verdad revelada por Dios que se ha de creer» (DV, n. 10).

La Palabra de Dios llega a nosotros de una forma única a través de la Escritura inspirada, pero nos llega también, a otro nivel, a través de la enseñanza auténtica del magisterio vivo que bebe constantemente de la Palabra como de una fuente perenne.

Y esta enseñanza misma se encarna y se expresa en imágenes en el mensaje de vida que los santos nos ofrecen y que son como un catecismo ilustrado, como una vidriera de catedral en la que nuestros antepasados leían la Biblia.

San Juan nos dice de Jesús que «su vida era luz» (Jn 1, 4). Debemos captar las irradiaciones de su Faz en el rostro de quienes llevan fielmente el reflejo. Nos hablan a través de sus escritos y de su vida, palabras de vida  

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