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martes, 9 de octubre de 2012

AMAR EL ESPÍRITU ES ENTRAR EN LA VIDA NUEVA. II


                                        
             AMAR EL ESPÍRITU ES ENTRAR EN LA VIDA NUEVA. II

1. Maestro de  la verdad

El libro de la Sabiduría dice: “El santo espíritu, que es maestro de los hombres, huye del  engaño, se aparta de los pensamientos insensatos, se ve rechazado cuando está presente la iniquidad)  (SAB 1, 5).

El camino que sigue a la experiencia de la oración para la efusión esta fundado, ante todo, sobre la decisión de acoger dentro de nosotros la verdad, si de veras deseamos dejarnos conducir por el Espíritu. El Espíritu huye de la ficción: pide autenticidad y quiere, él que es el maestro interior, "autentificar" nuestro corazón, nuestra llamada, nuestro servicio, dándonos la capacidad de amar y de hacer comunión, a la manera de Jesús. Estar en la verdad significa, entonces, poner nuestro corazón desnudo delante de Dios, para confesar que necesitamos una nueva sumisión al Espíritu y aceptar que nos conduzca realmente.

Esto comporta la necesidad de estigmatizar las costumbres atadas a la vida vieja, también y sobre todo las que la efusión del Espíritu no ha borrado todavía de nuestra vida.

San Pablo les habla a los Gálatas diciendo: “Vivid  según el Espíritu y no busquéis satisfacer los deseos de la carne, Gal 5, 16b,  y también: si ahora vivimos por el Espíritu, caminamos también según el Espíritu, Gal 5, 25. Pablo indica un camino interior, una relación de intimidad con el Espíritu, una confianza personal que nos mantenga fieles, al mismo tiempo, el compromiso solemne que se asume delante de la comunidad cuando, en el día de la oración de efusión, se compromete a dejarse conducir por el Espíritu.

2. El Espíritu pide oración

La primera etapa, a lo largo de la vida de santidad,  que el Espíritu ha preparado para cada uno y para toda la Renovación, es el camino de la oración, de la oración filial.

En este camino hace falta recurrir a la palabra de Dios que nos recuerda de luchar en la oración, por el amor del Espíritu, para que nuestro servicio sea agradable a la comunidad, Rm 15, 30. Reclutamos en la oración esta lucha, esta batalla interior contra nuestros enemigos espirituales, que falsifican y estropean nuestro servicio y que nos hacen perder el ritmo del Espíritu.

Oramos sin vergüenza de sabernos pecadores, sin miedo de sabernos limitados, sin resistencias al Espíritu. Sobretodo, por el amor del Espíritu, volvemos a la fuente de nuestro ministerio, a las aguas en que hemos sido reengendrados a través de un baño de purificación. Carne y espíritu siempre se oponen, así que no hacemos lo que querríamos, recuerda san Pablo,  Rm 8, 5-8. También cuando creemos  ser conducidos por el Espíritu, la carne está al acecho. Fácilmente, el espíritu del mundo apaga el aliento del Espíritu Santo sobre nuestros labios y en nuestras acciones.
Estemos  vigilantes frente el peligro para sentirnos emancipados del Espíritu, de saberlo todo, de haber experimentado todo, de sentirnos ya satisfechos, hasta el punto de no sentir estupor alguno por las novedades de Dios.

La presencia del Espíritu de Dios, que nosotros invocamos, se tiene que advertir en nuestro cuerpo, en nuestra mente, en nuestro espíritu. Tenemos que desear y esperar con fe, esta invasión del Espíritu en "nosotros", invasión de amor, de paz y de alegría, dones que toman el lugar de todo aquello que en nosotros es contrario al Espíritu.

¿Cómo podemos dejarnos conducir por él, si no experimentamos que está presente en nosotros? ¿Cómo podrá obrar dentro de nosotros, si no nos cercioramos antes su presencia?
Cada vez que lo invocamos, algo nuevo tiene que ocurrir, tenemos que desear y esperar, sin prisa, que algo ocurra y, entonces, algo ocurrirá.

Nuestros miedos, nuestras durezas, nuestros juicios sin amor, las tendencias y las costumbres al pecado, oponen resistencia al Espíritu. Podemos creer que el Espíritu nos está conduciendo, pero en realidad estamos parados, clavados. Transcurren los años y, sin embargo, todavía estamos espiritualmente atascados: aceleramos, ralentizamos, nos cansamos de seguir los continuos apremios del Espíritu, porque, echada el ancla, no nos hemos decidido a dejarle el poder de renovarnos completamente.

La Renovación es un acontecimiento, antes que un movimiento;  es un hecho interior, antes  que una organización exterior.

Para encontrar la guía cierta del Espíritu, entonces, tenemos que volver a orar, con más intensidad, con más abandono, percibir dentro de nosotros la presencia del Espíritu, gozar interiormente de su oración y de su canto en nosotros. Tenemos que volver a orar para relacionarnos con la fuerza que nos viene del Espíritu en todo el camino de crecimiento personal y de nuestros grupos.

La sabiduría es dada a los sencillos, a los humildes;  pero la unción del Espíritu tiene que estar acompañada por el ahondamiento, por el crecimiento, por la conversión permanente, por el discernimiento y la verificación continua.

3. El amor, don del Espíritu Santo

Pablo VI, en la apertura de la última sesión del Concilio Ecuménico Vaticano II, el 14 de septiembre de 1965, así se dirigió a los Padres conciliares: Desde los tiempos en que la Iglesia naciente tenia un solo  corazón y una sola alma, jamás ha afirmado, vivido y experimentado con tanta fuerza, como durante la celebración de este concilio, la autentica y mística unidad, que proviene de Cristo. Jamás ha pedido y deseado con tanta fuerza, que le fuera concedida plenamente. Necesitamos sentir cada vez más, casi a modo de experiencia, la unidad entre todos nosotros, la familia de Dios, que nos hace formar parte del misterio: el Cuerpo místico de Cristo. Necesitamos encontrarnos,  sentirnos realmente hermanos,  intercambiarnos el beso de paz,  querernos como Cristo nos ha querido." En estas palabras se advierte un peso profético extraordinario, para la experiencia específica de la Renovación en el Espíritu y para la Iglesia toda del tercer milenio: es el anhelo de redescubrir lo que nos hace esencialmente Iglesia, lo que a partir del Pentecostés histórico de Jerusalén, la Iglesia de Jesús, conducida por el Espíritu, está llamada a testimoniar. ¿Cómo no advertir, en las palabras de Pablo VI, la respiración del amor, la verdadera respiración de  Pentecostés?

4. Estudiosos del Espíritu

Es esta una visión que puede realizarse en hombres y mujeres dispuestos a aprender del Espíritu Santo, es decir capaces de cultivar el amor del Espíritu para realizar una nueva "cultura espiritual" entre los hombres, la cultura de Pentecostés. Aunque, no hombres "cultos sobre Dios" sino "que rinden culto a Dios", testigos de un renovado "culto a Dios" del cual desciende una nueva cultura de amor. El mundo reivindica amor y para comprenderlo es suficiente fijarse en nuestras realidades locales: o tienen reserva de amor que ofrecer, o perdón de incidencia. Es indispensable llenar de amor las bodegas de los grupos, de las comunidades, de las parroquias. Los hermanos que llaman a nuestras puertas piden amor y solo en el amor es posible servirlos;  nos piden  amor con la mirada, con las palabras, enseñándonos las manos y los corazones llagados: nos piden ser fieles en el "culto de amor" a Dios, para que este mismo amor lo usemos en servirlos.

• ¿Por qué hoy la fe  es escasa? Porque no es reengendrada en el amor.
• ¿Por qué se encuentra a menudo un intelectualismo teológico, un racionalismo dominante cuándo se habla de fe? Porque no hay inspiración de amor.
• ¿Por qué muchas homilías ya no hacen vibrar el corazón de los fieles? Porque no vibran de amor.
• ¿Por qué son las culturas cada vez más frágiles y decadentes? Porque no son fecundadas por el amor.

He aquí la "cultura" del Espíritu de la que la Iglesia tiene cada vez más necesidad: tenemos que poner más amor en la liturgia, más amor en la familia, más amor en el acompañar a los jóvenes, más amor en la oración, más amor en la intercesión por los que sufren, más amor en testimoniar en cada entorno que Jesús está realmente vivo, más amor en llevar a Cristo a través de la evangelización. He aquí el verdadero rostro que el Espíritu Santo quiere dar a la Renovación, a partir de  Pentecostés, a partir de la experiencia básica de la oración para la efusión del Espíritu: ¡una generación de personas que rinden culto al amor! Pentecostés, antes que ninguna otra cosa, es manifestación de amor.

5. A los manantiales del amor

Tenemos que desear que nuestros grupos, nuestras comunidades, sean lugares de fiesta donde nos introducimos en los manantiales del amor. Si hay este amor, la Iglesia que nace unida en Pentecostés, se vuelve a encontrar unidad aun después de 2000 años. La Iglesia nace y siempre estará unida.

La primera comunidad cristiana, a la que nosotros aspiramos, no fue un fenómeno momentáneo y ocasional así como la manifestación de los carismas en su interior. En ella tenemos explícita su modo de ser permanente, de como siempre está llamada a ser. Fijémonos  en la Renovación: ella siempre tiende a “lo que debe ser” y es solo en esta “tensión” que es posible comprender el desafió hacia la madurez eclesial, que Juan Pablo II ha deseado para para la Renovación. Si no hay esta propensión, si no hay esta audacia de amor, se corre el riesgo de sólo tender a un "existir." Esto es lo que divide las aguas: o se tiende hacia un deber ser, hacia un crecimiento, hacia un progreso en el amor, o se acaba solamente en un existir y en muchos casos esta existencia puede manifestarse como sinónimo de supervivencia. 

Una cosa muy importante que el Espíritu está pidiéndole a la Renovación, y que en nosotros madura siempre con mayor conciencia, es de querer a la Iglesia de manera nueva. En el 1983, Salvador Cultrera, teólogo, entre los primeros promotores de la Renovación, dijo así: “¿Por qué ha suscitado el Espíritu la  Renovación? Para que haya alguien que esté dispuesto a amar a la Iglesia, y a enseñar a otros a amarla." Éste es el verdadero carisma alegre del Espíritu Santo: amar a la Iglesia. ¿A que la Iglesia debemos amar? Una Iglesia enferma e imperfecta en los hombres, nunca lo olvidemos. Paciente e imperfecta por los hombres que la componen, no lo olvidemos nunca. Enferma e imperfecta por los hombres, en los niveles de mediación, en los niveles pastorales, en los despachos y en los ministerios que caracterizan nuestros testimonios. Nosotros deseamos que la Iglesia, los movimientos, la Renovación tengan un rostro más fraterno, pero tenemos que hacer fraterno el corazón del hombre para que sea sonriente el rostro de los hombres. A menudo muchos malestares y sufrimientos interiores provienen de "sueños improbables", como el desear comunidades, ministerios, situaciones ideales que nos impiden amar a la Comunidad como realmente  es, imperfecta y enferma. Muchas comunidades están pagando un pasado de grandes laceraciones cuando provienen de sueños no han sido fundamentados en la realidad;  de aquí el pesimismo, las tensiones, las peregrinas imitaciones que apagan el amor del Espíritu. 

6. El dinamismo del amor

A partir de la oración para una nueva efusión del Espíritu, experiencia generadora de la gracia de la Renovación, hace falta reflexionar sobre nuestro modo de "doblar las rodillas" y de expresar la promesa de vida nueva, que acompaña siempre la experiencia de la efusión. No basta, en efecto, decir: “Te elijo Jesús como Dios y Salvador de mi vida"  si inmediatamente después  no manifiesto otro compromiso: “Te elijo  Espíritu Santo como mi guía y deseo ser dócil a tu amor. Hazme, así, capaz de amar al Padre y a mis hermanos y así ser, cada día  más, una manifestación de tu amor." He aquí, por fin, los verdaderos adoradores del Espíritu Santo. Es este nuestro "primer carisma" en la Iglesia: seremos creíbles si empapados en el amor, por lo tanto en la caridad y en la hermandad, que son manifestaciones explícitas del amor y garantes de la comunión. Pentecostés, prodigio de amor, es dinamismo del amor de Dios, no éxtasis contemplativo. Hay un mundo que salvar. Hay un mundo que tiene nostalgia del rostro de Jesús, una profunda y nunca satisfecha nostalgia de él. 

Algo más hace falta hacer, algo más nos espera: una conciencia nueva de nuestro papel. Una generación de creyentes renovados: 

Qué encienda el fuego del Espíritu, según los deseos de Jesús; 
Qué la oración cambie vidas;
Qué abrevie las separación entre fe y vida. 

Hay que desmitificar la idea de que los carismáticos son unos despreocupados, hostiles al mundo, casi separados y encerrados en nichos protectores. Apremia dar razón de la fuerza evangelizadora que  hay en los "adoradores del Espíritu”, que  emana en quien se esfuerza por amar a Dios con todo el corazón,  la mente, las fuerzas. La vida carismática es siempre preludio para la misión;  los carismas son "medios" para que se manifieste el amor de  Cristo Resucitado, medios que nos permiten  dar testimonio eficaz de su presencia viva en la Iglesia y en el mundo. 

Es palpable en este nuestro tiempo un vacío de ideas sólidas. Hay un mundo sembrado de mentiras;  los hombres parecen ser atraídos por propuestas de salvación que no están basadas en el evangelio, sino sobre dictámenes económicos, sociológicos, psicológicos. Es un mundo que nos desafía, que nos provoca en el amor. Es  ya tiempo de abrir, de abrir de par en par las puertas y, unidos en el Espíritu, dar respuestas a este mundo "insensato", que tiene necesidad de sentido. Nuestra fraternidad, el deseo de un camino basado en una comunión más profunda entre nosotros, es sólo " una forma" a través de la cual hacer más estrecha e incisiva la fuerza de la esperanza escondida en el Evangelio. Está el Espíritu Santo, por lo tanto no dudemos, hay esperanza. Para concluir, algunas actitudes que caracterizan la vida nueva en el Espíritu.

Tener los sentimientos de Jesús 

Hace falta tener confianza en que el Espíritu: hace surgir hijos de las piedras;  cambia en un instante la vida de sus más grandes enemigos transformándolos en sus mejores amigos. Nada son para Él  nuestras pequeñas dificultades personales, pastorales, organizativas, relaciónales. ¡Démosle autoridad sobre nuestras vidas, sobre nuestra historia, dejémonos plasmar por el Espíritu hasta  tener los mismos sentimientos de Jesús, (cf Fil 2, 5) siervo y buen pastor, y veremos, de vedad, prodigios!

Manos alzadas y corazones abiertos

Si nuestros corazones no se convierten al Espíritu, él no podrá conducirnos como nosotros quisiéramos. Nosotros valemos cuanto vale nuestro corazón: gritaban los jóvenes en Tor Vergara, esperando al Santo Padre, con ocasión del Día Mundial de la Juventud del 2000. Manos alzadas, pues, bien a la vista, en señal de abandono de nuestras vidas a Dios;  manos alzadas para ofrecer el corazón, que está ante todo, bien visible delante Dios. No confiemos al Espíritu solo la mente, el cuerpo, la voluntad: sin la transformación del corazón no será verdadera la renovación. El Espíritu siempre comienza, desde ahí, la verdadera obra de renovación. 

Bendecir a Dios 

Bendecimos a Dios, sin prejuicios ni lamentaciones, que tienen el aliento del antiguo Testamento, todavía no iluminado por la novedad sobrecogedora de Jesús. Ahora, nosotros tenemos a Jesús que ha vencido todas las cosas, y el Espíritu que nos lo está anunciando desde hace 2000 años. No hay nada que el Padre no nos conceda en Jesús, si nosotros disminuimos y dejamos que el Espíritu  crezca en nosotros.

Danzar de alegría

No nos lo tomemos demasiado en serio, como si de nosotros dependiera el futuro de la Renovación, de la Iglesia y el futuro de Jesús. ¿Que es entonces nuestra vida? ¡Un soplo! Un turno de vigilia en la noche, entre sacrificios y cruces, llevados  por amor a Él y, a veces, por nuestra necedad. Si sopla  el Espíritu entonces seremos utilizados por él, para ser llamados, al final de todo, sólo "siervos inútiles". Es decir, no habremos hecho nada especial, ya que es el Espíritu quien lo realiza todo, cuando nosotros se lo permitimos. Acojamos al Señor como la  Virgen, en la pureza de una danza alegre, con la sencillez de los niños, que tanto agradan a Jesús: caminemos danzando





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